José Antonio Sanahuja
Este texto se basa en la presentación realizada por el autor en el Seminario: “35 años de la Declaración de Esquipulas I. El papel de España en los Acuerdos de Paz”, organizado por el Ministerio de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación, y celebrado en Casa de América el 1 de junio de 2021.
Celebrar los 35 años de la Declaración de Esquipulas remite, en primer lugar, a páginas clave de la historia de Centroamérica, de América Latina y de la etapa final de la Guerra Fría. Es una historia extraordinaria de búsqueda de autonomía, concertación y cooperación, y de afirmación de la democracia, los derechos humanos y el desarrollo socioeconómico en un escenario internacional muy difícil. Es una historia en la que el protagonismo corresponde, en buena medida, a los gobiernos centroamericanos que impulsaron el proceso de Esquipulas, y de otros países latinoamericanos organizados en torno al Grupo de Contadora y el Grupo de Apoyo, que después confluyeron en el Grupo de Río.
Esta historia tiene también otros actores en juego, y en particular a España, tanto en su actuación individual como dentro de la Unión Europea. Para la naciente política exterior democrática de España, Centroamérica fue un desafío y una oportunidad para diseñar y desplegar una política exterior renovada y de clara impronta democrática; y, dentro de ella, una política iberoamericana sin la hojarasca paternalista e imperial del franquismo; una política centrada, como el mismo proceso de Esquipulas, en el eje paz, democracia y desarrollo; y para diseñar una política española de cooperación al desarrollo digna de tal nombre. No menos importante fue el proceso de Esquipulas a la hora de impulsar, desde España, la implicación europea en una región, Latinoamérica, que hasta ese momento había sido descuidada por Bruselas y por los Estados miembros. El profesor Celestino del Arenal señaló al respecto lo siguiente: “razones derivadas de una situación de crisis y conflicto abierto posibilitaban una acción comprometida y solidaria, al mismo tiempo que una política de imagen y protagonismo internacional, unidas al proceso de consolidación de la democracia y el desarrollo económico que vive España a lo largo de esos años, estarán en la base de la puesta en marcha de una política activa que no tendrá comparación, en cuanto a su intensidad y ambición de objetivos, con ninguna otra de las desarrolladas por los gobiernos socialistas respecto del resto de Iberoamérica”[1]. A continuación, se abordarán brevemente cada uno de estos aspectos.
Toda política exterior debe atender de manera simultánea tres dimensiones: intereses, identidad, y valores, con la dificultad añadida de que no son fijas, no siempre son armónicas, y se resignifican permanentemente a través de la política y las relaciones sociales. Esos tres elementos explican que Centroamérica fuera vista por el gobierno socialista de Felipe González como una cuestión vital para la política exterior española. Esta expresión —un “tema vital”— es la que utilizó en unas declaraciones públicas Fernando Morán, primer ministro de Asuntos Exteriores del gobierno presidido por Felipe González. Centroamérica no era una región en la que hubiera intereses económicos relevantes, pero sí estaba en juego la seguridad de Europa. La escalada de la tensión en Centroamérica, con la indisimulada intervención militar de la administración Reagan y la no menos directa presencia de la Unión Soviética, suponía una amenaza directa a la seguridad de Europa. Una Europa, es importante recordarlo ahora, que estaba sumida en lo que se llamó la “segunda Guerra Fría”, que suponía una verdadera amenaza existencial, y esta expresión no es gratuita: ambas superpotencias habían asumido la hipótesis de una guerra nuclear localizada en lo que eufemísticamente se denominaba “el teatro europeo de operaciones”, y esta no era precisamente una hipótesis académica, a tenor del despliegue de los misiles de alcance intermedio SS-20 por parte de la URSS, y el posterior despliegue en suelo europeo de los misiles Cruise y Pershing por parte de Estados Unidos. Evitar la escalada militar en Centroamérica era, por tanto, un imperativo de paz y seguridad que no solo afectaba a la ciudadanía centroamericana. También concernía a la europea. Clave en esta cuestión era también el difícil tránsito del gobierno socialista a la plena asunción del vínculo transatlántico y la permanencia en la OTAN, que parte de su electorado no veía con buenos ojos. Por esa razón, España, con sus socios europeos (ya antes del ingreso de España en la Comunidad Europea en 1986), y con los socios latinoamericanos, trató de afirmar una aproximación a la crisis centroamericana que reconocía como sus causas reales la ausencia de democracia, la pobreza y la desigualdad, y en última instancia, la necesidad de dejar atrás sistemas oligárquicos sostenidos por el aparato militar. Todo ello, sin dejar de reconocer el papel de los actores externos y de los juegos del equilibrio de poder. Se trataba, en suma, de sacar el conflicto centroamericano de la pugna Este-Oeste, para poder abordar sus verdaderas causas estructurales, y buscar espacios de autonomía tanto para Europa como para los amigos centroamericanos y quienes les prestaban apoyo en el resto de Latinoamérica, a través del Grupo de Contadora y sus sucesores, el Grupo de Apoyo a Esquipulas, y el Grupo de Río. No fue fácil. Estados Unidos no dejó de ejercer presión directa, explícita, para frenar las iniciativas españolas y europeas, al igual que las latinoamericanas, en lo que seguía considerando su “patio trasero”.
Más allá de los intereses, también entraron en juego los valores. Y es que, en la apuesta por la paz en Centroamérica, y en su componente democrático, había un importante componente de solidaridad internacional. Solidaridad con la revolución sandinista, con las guerrillas salvadoreñas y guatemaltecas, y su promesa de democracia y justicia frente a gobiernos militares y sus prácticas represivas, y lo que, en casos como el de Guatemala, debe ser calificado como un verdadero genocidio contra la población indígena. La matanza de la embajada de España en Guatemala en 1980, asaltada por las fuerzas de seguridad de la dictadura militar de Lucas García, hecho singular para la diplomacia española, es también uno de los muchos episodios de violencia represiva de ese periodo infamante.
En la crisis centroamericana, en suma, España tiene la oportunidad de desplegar con claridad una política exterior guiada por los principios democráticos, la defensa de los derechos humanos y los derechos económicos y sociales. En gran medida, el gobierno socialista ya había afirmado estos valores antes de llegar al poder. Es importante recordar el papel clave que en ese escenario tuvieron las internacionales políticas: liberal, democristiana, y, en particular, la Internacional Socialista. Hoy, este es un elemento en gran medida ausente en las relaciones internacionales, y ello ayuda a entender su decisivo papel en ese momento. El vínculo entre España, Europa y Centroamérica, antes de conectar a gobiernos, surgió entre partidos y movimientos sociales a través de las internacionales políticas y los movimientos de solidaridad. De la coherencia de ese compromiso con la democracia y los derechos humanos da fe la evolución de la política española hacia Nicaragua. La solidaridad con la revolución no impidió, conforme pasaron los años, que se mantuviera una actitud exigente en materia de democracia y derechos humanos.
Y en cuanto a la identidad, Centroamérica fue el escenario para mostrar la cercanía y los afectos de la sociedad española con países con los que se comparte historia, cultura y lengua, reescribiendo ese vínculo, de nuevo, en clave democrática y de compromisos compartidos. La aparición de la Comunidad Iberoamericana de Naciones con la Cumbre de Guadalajara de 1991 algo debe al compromiso español con la resolución pacífica de los conflictos en Centroamérica.
En un primer momento, el gobierno de Felipe González impulsó iniciativas bilaterales, con escaso recorrido. Pero es a través de estrategias concertadas como la política exterior española logra tener mayor impacto y efectividad. En primer lugar, con la oportunidad que supuso el apoyo al Grupo de Contadora, que redujo los costes de una actuación individual y dotó a la diplomacia española de mayor alcance y legitimidad. Después, en el acompañamiento del proceso de Esquipulas, y sus derivadas: las negociaciones de paz en Nicaragua, El Salvador y Guatemala. Unas negociaciones a las que contribuyeron, en ocasiones con roles de facilitación y mediación, las misiones diplomáticas de España en esos países y en los organismos internacionales, de manera directa y a través de grupos de países amigos; una extraordinaria generación de embajadores y diplomáticos a los que es necesario mencionar: Fernando Álvarez de Miranda; Yago Pico de Coaña, Carmelo Angulo; Juan Pablo de Laiglesia, y otros muchos. Sirvan estas líneas también como reconocimiento a su trabajo. Y para ello, cabe citar de nuevo al profesor Arenal: “los gobiernos socialistas desarrollarán, a través de una diplomacia tan discreta como eficaz, una política marcada por el apoyo a los procesos de democratización, la defensa de los derechos humanos y la búsqueda y apoyo a las vías de solución pacífica y negociada de los conflictos”[2].
No menos relevante fue el papel de las fuerzas armadas y de seguridad españolas en la implementación y verificación de los acuerdos, a través de las misiones de las Naciones Unidas con las que esta organización se implicó en la resolución de la crisis y los conflictos centroamericanos. El Grupo de Observadores de las Naciones Unidas para Centroamérica (ONUCA), establecido en 1989 para verificar el acuerdo de paz en Nicaragua y la desmovilización de la “contra”, bajo el mando del general español Agustín Quesada, y posteriormente del general Víctor Suanzes; la misión de Observadores de las Naciones Unidas en El Salvador (ONUSAL), establecida en 1991, también bajo el mando del general Suanzes, tras su paso por ONUCA, que continuó sus trabajos a partir de 1995 como Misión de las Naciones Unidas en El Salvador (MINUSAL); y la Misión de Verificación de las Naciones Unidas en Guatemala (MINUGUA), establecida en 1994. Con estas misiones, las fuerzas armadas españolas mostraron un alto grado de profesionalidad y, al tiempo, fueron una oportunidad de aprendizaje para las muchas misiones internacionales en las que posteriormente han estado implicadas. A ello se sumaron los programas de formación de la policía y las fuerzas de seguridad de El Salvador y Guatemala por parte de la Guardia Civil española, actividades pioneras de lo que posteriormente se configuró como un campo especializado de la cooperación internacional para el desarrollo, la denominada “reforma del sector seguridad” (SSR).
Para completar esta breve reseña hay dos aspectos adicionales a abordar, referidos, uno, a la política de cooperación al desarrollo; y dos, a la dimensión europea de la política española hacia América Latina. Como se mencionó, España, como otros actores, entendió que la resolución de la crisis y los conflictos centroamericanos dependía de tres elementos interrelacionados: no habría paz sin democracia, y ambas dependían del desarrollo socioeconómico. En coherencia con ese planteamiento, en 1984 el Instituto de Cooperación Iberoamericana, antecesor de la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID), lanzó el primer Plan de Cooperación Integral con Centroamérica. Instrumento novedoso, suponía, por primera vez, el despliegue de la asistencia técnica y de otras modalidades de cooperación, más allá de los créditos del Fondo de Ayuda al Desarrollo (FAD) heredados de la etapa anterior. Permitió crear las primeras Oficinas Técnicas de Cooperación (OTC) y desplegar personal español en el terreno[3]. Posteriormente, España se implicó fuertemente en las iniciativas derivadas de Esquipulas y los acuerdos de paz, como los programas de retorno y reasentamiento impulsados por el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) a través de la Conferencia Internacional sobre Refugiados en Centroamérica (CIREFCA). Cabe recordar que en torno al 10% de la población centroamericana fue desplazada por la violencia, lo que da idea del alcance del conflicto. Ahora que la región enfrenta otra grave crisis de desplazamiento de población, surgida en Venezuela, esta iniciativa nos recuerda la importancia de la actuación concertada en un marco regional. Estas acciones dejaron algunos legados importantes: una concepción de la cooperación para el desarrollo que se vincula a la política exterior, y una política exterior en la que, a su vez, la paz, la democracia, el desarrollo y la lucha contra la pobreza son elementos centrales. Recuperar esa visión integral ahorraría, posiblemente, algunos debates poco útiles sobre la relación entre la política exterior y la de cooperación que nos han ocupado durante años. Y un elemento adicional en este ámbito: la solidaridad con Centroamérica fue también la motivación de una movilización sin precedentes de la sociedad española, que se tradujo en la aparición de un gran número de ONG, que dieron mayor densidad y pluralismo a un sector no gubernamental hasta entonces poco diverso. Esa experiencia nos recuerda el imprescindible componente solidario de la cooperación, que debe profesionalizarse, sí, pero no se reduce a un ejercicio tecnocrático. Muchas historias de vida y muchas trayectorias profesionales en organismos internacionales nacen de ahí.
Para terminar, es imprescindible hacer referencia a la dimensión europea de la política exterior de España en Centroamérica. Antes incluso de ser Estado miembro, España participó del diálogo político entre la Comunidad Europea y Centroamérica iniciado en San José de Costa Rica en 1984, por iniciativa del presidente Luis Alberto Monge, y encauzó su actuación diplomática en ese marco. La historia de este encuentro es conocida: fue precedida de una carta del secretario de Estado de Estados Unidos, George Shultz, pidiendo expresamente que la reunión no se realizara, pero los Estados europeos, en lugar de ceder a esa exigencia, respondieron elevando el encuentro a nivel ministerial, en un ejercicio de autonomía que merece ser destacado. Esas reuniones, de carácter anual, conocidas como “diálogo de San José”, abrieron un diálogo político que después tuvo carácter birregional a través del diálogo UE-Grupo de Río, que junto a los países centroamericanos incluyó a los Grupos de Contadora y de apoyo. Este, a su vez, desembocó en 1999, en Río de Janeiro, en las Cumbres UE-América Latina y el Caribe y en una relación birregional cuyo valor apreciamos más ahora que está ausente, pues desde 2015 las fracturas ideológicas y los vetos cruzados que se están dando en América Latina impiden realizar este tipo de reuniones. No menos importante fue la ampliación de la cooperación al desarrollo de la Unión Europea a Centroamérica y al conjunto de América Latina, y la aprobación de nuevos regímenes de preferencias comerciales para las subregiones de menor desarrollo, y en particular Centroamérica, que suponían un respaldo material añadido al proceso de paz. Por último, este ejercicio exitoso de diplomacia, desarrollado al amparo de la cooperación europea en política exterior, es clave en tanto ensayo general de lo que a partir del Tratado de Maastricht de 1992 se afirmó como la nueva Política Exterior y de Seguridad Común (PESC) de la Unión.
Para concluir, Centroamérica fue la expresión de lo que España quería que fuese su política iberoamericana, y también su política exterior, en el plano bilateral y europeo. Todavía hoy se extraen enseñanzas útiles de esa experiencia. Para España y su política iberoamericana, Centroamérica y el proceso de paz de Esquipulas fueron los escenarios para el aprendizaje y la afirmación de principios que hoy siguen inspirando las relaciones de España con América Latina y su actuación en el marco iberoamericano. Esa actuación sirvió de apoyo para los países centroamericanos, pero para sustentar esta afirmación, nada mejor que citar a un centroamericano, Luis Guillermo Solís, anterior presidente de Costa Rica y en aquella época un joven funcionario de la cancillería de ese país, y colaborador del entonces presidente Oscar Arias en el diseño del plan de paz. Refiriéndose a la implicación europea en Esquipulas, Solís señaló que esta fue decisiva, dando a los centroamericanos, verdaderos protagonistas del proceso, un margen para maniobrar sin el cual Esquipulas, quizás, no hubiera sido posible. Este es acaso el mejor reconocimiento que se pueda tener.
[1] Arenal, C. (2011): Política exterior de España y relaciones con América Latina, Madrid, Siglo XXI/Fundación Carolina, p. 246.
[2] Arenal, op. cit., p. 247.
[3] Como apunte personal, es en el marco de ese plan con el que el autor de este texto llegó a Guatemala en 1988 para trabajar con la entonces naciente cooperación española para el desarrollo.