Si analizamos la esfera pública, el desequilibrio persiste: de los 196 países del mundo, solamente 24 (12%) tienen a mujeres en puestos de mando en el poder ejecutivo[2]. De los 179 parlamentos nacionales que conforman la Unión Interparlamentaria[3], únicamente 53 (29%), están presididos por diputadas o senadoras, reflejando que la representación femenina es aún baja, con una media de solo el 25% de los escaños ocupados por mujeres.
Con la crisis mundial que vivimos, como consecuencia de la pandemia de la COVID-19, estamos constatando el recrudecimiento de los problemas causados, no solo por la desvalorización de la mujer en el mercado de trabajo, sino, sobre todo, por su escasa presencia en la política. La necesidad de más mujeres en los espacios de decisión es una realidad que se viene imponiendo por encima de una percepción que, hasta hace poco tiempo, minimizaba la infrarrepresentación femenina y sus efectos perversos en toda la sociedad.
El primer y más dramático efecto de la pandemia para las mujeres ha sido el aumento exponencial de los índices de violencia doméstica en todo el mundo, lo que está llevando a varios países a adoptar estrategias que faciliten la denuncia de los agresores, así como planes para la acogida de las víctimas.
En Brasil, la tasa anual de feminicidios, homicidios realizados contra la mujer por el simple hecho de serlo, es un 74% mayor que la media mundial[4]. El drama de las brasileñas se ha agravado, aún más, debido a las medidas de aislamiento social relacionadas con la pandemia, ya que obliga a agresores y a víctimas a permanecer confinados en un mismo espacio. En este sentido, la movilización de las mujeres de la Cámara de los Diputados resulta de extrema necesidad para acelerar la votación de proyectos que tienen como objetivo la implementación urgente de medidas contra la violencia a la mujer. Este es el caso del proyecto de ley[5] que pretende facilitar ayudas a las mujeres que sufren violencia doméstica o familiar, así como otras consideradas esenciales para la población durante la pandemia. Debemos destacar que, aunque este proyecto fue presentado el 30 de marzo de 2020, a finales de mayo, dos meses después, todavía no había sido votado por el Senado Federal. Por otro lado, las “actividades religiosas de cualquier naturaleza” fueron incluidas como servicios esenciales a través de decreto presidencial con fecha bastante anterior, 25 de marzo. Ello demuestra el poder que la movilización de un grupo parlamentario numeroso dentro del congreso tiene sobre las prioridades de un país cuya población está compuesta por un 51,7% de mujeres.
Cuando ascienden a puestos de dirección política, las mujeres tienden a agregar sus visiones del mundo al proceso de formulación de políticas públicas, lo que tiene un efecto multiplicador en la vida de otras mujeres. Además, el equilibrio de género en cargos de mayor poder tiende a servir como estímulo para que más mujeres se sientan capaces de ascender profesionalmente. Si, en otros tiempos, ingresar al mercado de trabajo era casi una deshonra para las mujeres, pues significaba que pertenecían a familias pobres, en las que padres y maridos no ganaban suficiente para mantenerlas, actualmente, trabajar y ascender profesionalmente es un motivo de orgullo, no solo para cualquier mujer, sino para la propia empresa, institución o país que haya propiciado ese ascenso, pues la paridad de género efectiva es señal de modernidad, desarrollo y justicia.
Otra cuestión que surge como consecuencia de la pandemia por COVID-19, es la sobrecarga a la que se enfrentan las mujeres por los cambios producidos por el teletrabajo. Confinadas en sus casas, con sus hijos igualmente, sin posibilidad de asistir a la escuela, y sin el auxilio de otras mujeres que les ayudaban en las actividades domésticas, las mujeres se ven, una vez más, obligadas no solo a cumplir jornadas extenuantes y a atender a las expectativas de sus empleadores, sino también a las de sus propias familias. En una sociedad machista, como es el caso de la brasileña, maridos e hijos muchas veces no se dan cuenta del desequilibrio que existe en la distribución de las tareas domésticas, dejándolo todo a cargo de la mujer. Y la mujer, por su parte, fruto de esa misma sociedad machista, muchas veces, ni siquiera es consciente del problema, a pesar de sufrir sus consecuencias.
De esta forma, debatir públicamente los porqués de tantos desequilibrios de género, así como proponer soluciones que traigan una mayor igualdad entre hombres y mujeres, es algo que solamente puede prosperar con mayor rapidez en un entorno más representativo. De ahí la importancia de incentivar una mayor participación femenina en la política. En un comunicado de prensa emitido a finales de 2019[6], el Foro Económico Mundial manifestó que, de acuerdo con su Informe Mundial sobre la Desigualdad de Género[7], el tiempo necesario para eliminar las desigualdades de género, tomando como referencia el año 2019, sería de 99,5 años. Es decir, si el mundo trabajara por el aumento de la representación política femenina, serían necesarias casi tres generaciones de mujeres para que, de hecho, tuvieran los mismos derechos que los hombres. ¡Es demasiado tiempo! ¿Podemos esperar tanto?
Nos planteamos, entonces, algunas preguntas: ¿Qué podemos hacer nosotras, mujeres de comienzos del siglo XXI, para acelerar los cambios que nos llevarán a la igualdad de derechos en relación a los hombres? ¿Qué estamos haciendo ahora para atravesar esta crisis y salir de ella más fuertes y más capaces de cambiar la mentalidad machista que todavía domina, no solamente los ambientes públicos, sino también nuestros propios hogares? ¿Qué esfuerzos debemos emprender en beneficio de futuras generaciones de mujeres, nuestras hijas y nietas, para que puedan disfrutar de conquistas que hoy parecen utopías, imposibles de ser alcanzadas, pero que, tal como el derecho al voto, que hoy nos parece fundamental, fueron fruto de una enorme lucha por parte de nuestras madres y abuelas? Si el presente no parece muy prometedor, tal vez el desempeño notable de países dirigidos por mujeres en la contención de la pandemia por COVID-19, como Taiwán, Nueva Zelanda e Islandia, sirva de indicativo para demostrar que la presencia femenina en cualquier espacio de poder, mas allá de una cuestión de justicia, es un factor de desarrollo y bienestar para toda la humanidad.