La palabra inclusión, término en creciente uso, posee una significación precisa desde la perspectiva de las personas con discapacidad y de su movimiento cívico de representación, acción y defensa, no en vano este concepto surgió de esta parte de la realidad social. La inclusión consiste en la participación efectiva, a su voluntad, de todas las personas, con independencia de su condición, características o concurrencia de esta u otra nota de diversidad, en la corriente general de la vida en comunidad, en posición de igualdad, ejerciendo su libertad y actuando con responsabilidad. El enfoque inclusivo no admite pues que nadie se vea forzado a vivir o a desenvolverse al margen -de ordinario, en los márgenes-, en entornos, estructuras o dispositivos específicos y apartados, las más de las veces, segregados y segregadores.
La inclusión, entendida en este recto sentido, no es pues una mera palabra de éxito, en boga, tan biensonante como vacía, desencadena consecuencias para quien de verdad invoque y abogue por ser inclusivo. La inclusión se predica -y debe ser exigible- también de la enseñanza superior, a saber, para el sistema universitario, en el plano de cada Estado y en el de las comunidades de integración regional, como es la iberoamericana. La nota de universalidad, consustancial a la universidad, si hacemos honor a su elevada designación (universitas), requiere que esta sea inclusiva, y no como opción, verificable o no, según antojo, sino como vocación y deber. Una universidad con pretensiones de decencia, en su misión, organización y actividad, ha de ser necesariamente inclusiva.
¿Y qué comporta el ser inclusiva para una universidad, en concreto, para las universidades latinoamericanas, que se afanan genuinamente en la búsqueda de la excelencia, no tan solo material, sino sobre todo moral? El primer elemento, desde luego, es el de la presencia; las personas con discapacidad han de poder participar del bien social de la enseñanza superior, a través de su acceso a la universidad, que ha de ser favorecido, desde la no discriminación, claro está, pero asimismo desde la acción positiva que lamine los obstáculos y desventajas objetivos, erigiéndose como una institución, activamente acogedora, amistosa con la diversidad humana que encarnan las personas con discapacidad. Si la universidad desea asemejarse a la sociedad de la que procede y a la que sirve, ha de contar con la discapacidad, que es parte inherente de aquella, la comunidad de pertenencia. La discapacidad ha de estar presente por supuesto en el estudiantado, pero debe abarcar asimismo al profesorado, a los cuerpos docentes y de servicios, y en los contenidos, en las materias y disciplinas que se imparten y en la generación de conocimiento (investigación, desarrollo e innovación) que será socialmente más valioso cuanto más inclusivo sea, atendiendo, considerando y ahondando en todas las diversidades humanas y sociales.
Una universidad inclusiva, va de suyo, lleva consigo el que esté libre de barreras; que no discrimine -sí, discrimine- por ausencia de condiciones de accesibilidad universal, tanto en los entornos físicos como en los virtuales, comunicacionales y cognitivos. Sin accesibilidad, lo que se produce es exclusión y hostilidad a la diferencia.
Una universidad inclusiva ha de proporcionar apoyos -humanos, técnicos y económicos-, con carácter sistemático y estructural, a su comunidad universitaria con discapacidad, como estrategia redistribuidora que ayuda a que las personas y grupos en situación de desventaja alcancen posiciones de partida de igualdad. Así, como ha asumido la Fundación Carolina, ha de incorporar la discapacidad, con medidas más intensas de acompañamiento, en los programas de movilidad internacional universitaria. Todas las personas han de poder acceder a todo, sin exclusiones de principio o de mala praxis.
La dimensión inclusiva en la universidad pasa en fin por que esta mejore en su gobernanza interna sumando a sus órganos de gobierno y a sus foros de participación en la toma de decisiones, a la sociedad civil organizada de la discapacidad, como interfaz comunitaria que trasladará las necesidades y demandas de este grupo de población, y que cooperará en el despliegue y seguimiento de una mejor y más eficaz política universitaria de inclusión.
Si hubiera que compendiar el propósito de este punto de vista, diría que las personas con discapacidad, como Virginia Woolf indicó respecto de las mujeres, precisan de un cuarto propio -un espacio privativo digno y decente, una posición desde la que contribuir y aportar- en una casa común, abierta, corregida y aumentada, que sería, esta sí, una universidad realmente universal por inclusiva.