En el año 1900 tan solo el 30% de la población latinoamericana vivía en zonas urbanas, mientras que en la actualidad lo hace el 80%, y el 20% vive zonas rurales. Además, aproximadamente, 200 de los 685 millones de personas de la región viven en la pobreza, y más de 60 millones, habita en viviendas inadecuadas, construidas con materiales precarios, y carecen de servicios básicos. A su vez, se estima que el déficit habitacional afecta a 100 millones de personas, según el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), en su estudio “Un espacio para el desarrollo: los mercados de la vivienda en América Latina y el Caribe”
¿Cómo algo tan elemental como es la vivienda, que debería ser un derecho humano, puede estar relacionado con la vulnerabilidad, la marginalidad, la desigualdad y la pobreza? Esto no es tan difícil de responder, dado que en la mayoría de los países de la región hay un sector social con altos recursos, frente a otro con bajos recursos, que vive en zonas marginales, lo que genera una segregación que además deriva en otros problemas de desigualdad relativos a la educación, los servicios básicos o la salud, que inciden en la vulnerabilidad de la población afectada.
Los gobiernos de los países latinoamericanos son conscientes de esta problemática, de modo que han activado políticas de viviendas sociales por medio de subsidios, fondos solidarios y programas de transformación de campamentos, muy densificados, en bloques habitables.
Sin embargo, estas medidas no han erradicado la marginalidad ni la vulnerabilidad, debido a que los terrenos que se han urbanizado se han ido desplazando hacia zonas periféricas, aislando a su población, dificultando su acceso a los servicios básicos y acrecentando en consecuencia la brecha de la desigualdad. Por si fuera poco, en estas zonas aumenta la delincuencia, el narcotráfico y la tasa de personas desempleadas, y en ellas se conforma un ambiente de disconformidad y decepción, que se intensifica por la mala calidad de vida en las que se desenvuelve la vida cotidiana de sus residentes, con bajas remuneraciones y que se ven obligados a invertir largas horas para desplazarse desde sus hogares a sus lugares de trabajo.
Así, pese que en 1980 se empezaron a construir edificios en Chile de 1.200 departamentos para intentar mejorar la situación, actualmente estos reciben el nombre de “guetos verticales”. Y es que se trata de departamentos de 30 m2, que están a mitad de camino entre un hogar y una cárcel, que no reciben sol en ningún momento del día y cuyas vistas se topan con otra enorme mole edificada a pocos metros. En Santiago de Chile, por ejemplo, hay cinco edificios de 5.600 departamentos en un monobloque de una manzana. Es decir, conviven 8.000 personas en una sola hectárea, cuando la densidad promedio es de 79 habitantes por hectárea, y la de todo Santiago, 23 habitantes por hectárea.
Asimismo en México, tras más de una década desde 1990 de construcción y venta de viviendas de bajo costo en la periferia de las grandes ciudades, muchas familias —aun endeudadas— hubieron de abandonar sus casas debido a la falta de servicios, a la mala calidad de las construcciones y a las dificultades para desplazarse; y aquellas que no se fueron enfrentan día a día la inseguridad y la incertidumbre. El problema es grave y la historia se repite en muchos otros países latinoamericanos: se compran viviendas con créditos bancarios, que conllevan una deuda para casi toda la vida, y además las viviendas sociales son sinónimo de mala calidad, y bajos estándares técnicos, esto es, de problemas a futuro.
A escala regional, el escenario no es muy diferente, y el BID calcula que, para reducir el déficit habitacional por medio de programas gubernamentales de desarrollo urbano, se debería más que sextuplicar la inversión en vivienda pública, implicando un gasto de 310.000 millones de dólares, un 7,8% del PIB de la región, algo muy improbable que ocurra .
Una manera de enfrentar esta situación pasa por desregionalizar y descentralizar a la población. Gracias a las capacidades tecnológicas actuales es posible devolver el alma a las regiones, impulsando políticas que combinen vivienda, salud y educación. Además, se pueden inyectar recursos hacia las regiones destinados a generar empleo, fomentar a inversión y desarrollar servicios básicos. La alternativa de las viviendas sociales no solo han de garantizar el acceso a un hogar digno, sino que también deben implicar una buena calidad de vida, de modo que la vivienda deje de ser un factor condicionante de pobreza desde la primera infancia (uno de cada cinco niños es pobre en la región).
Esta nota es una invitación para todos los jóvenes y no tan jóvenes a imaginar y observar este problema con otros ojos: los paradigmas se pueden cambiar y las sociedades han de generar bienestar. Las cartas están sobre la mesa y en nuestras manos está reinventar el juego.