Introducción
El triunfo de las mujeres indígenas en América Latina ha expuesto las desigualdades histórico-estructurales en la región y, a su vez, ha contextualizado las diversas formas en que se manifiesta la dominación en las relaciones de poder entre hombres y mujeres a lo largo de la historia. A pesar de las diferentes expresiones de participación de las mujeres indígenas en la reconfiguración del Estado-nación durante los años setenta, y la posterior década perdida de los años ochenta en América Latina, no fue sino hasta los años noventa —en el marco de los 500 años del encuentro/resistencia de los movimientos popular-indígena— cuando la incidencia en la transformación en los imaginarios coloniales comenzó a articularse a través de cambios constitucionales en materia de reconocimiento en los derechos de los pueblos indígenas.
El liderazgo sociopolítico de las mujeres indígenas latinoamericanas ha sido clave para denunciar las múltiples opresiones, permitiendo transitar de víctimas del trauma colonial a actoras en la transformación socioeconómica. Los Foros de Mujeres y las Cumbres de Estado han introducido una agenda específica dedicada a promover y difundir el derecho diferenciador a una cultura específica y garantizar la igualdad jurídica entre hombres y mujeres, más allá del estigma étnico y socioeconómico. En este sentido, la Red Iberoamericana de Jóvenes Líderes, adscribiéndose a la Agenda 2030 de Desarrollo Sostenible, organizó el 21 de julio el conversatorio “Liderazgos y emprendimientos de mujeres desde los pueblos originarios de nuestra América”, donde participaron la directora de la banda femenil regional “Mujeres del Viento Florido”, Leticia Gallardo Martínez, y la abogada ayuujk, Cecilia Juárez Domínguez.
Este artículo tiene como objetivo analizar —a partir de dos testimonios— la génesis en la formación de los liderazgos de las mujeres originarias, las limitaciones que se encontraron al emprender sus movimientos y los desafíos en la impartición de justicia indígena. El primer apartado contextualiza la historia política del lugar social de las mujeres indígenas en México. La segunda sección reconstruye las historias de vida de las entrevistadas y su relación con una forma de autogobierno indígena condicionada por las normas morales. El tercer apartado expone el significado del emprendimiento para las mujeres originarias. Finalmente, se presenta la “manutención alimenticia” como caso de reflexión a fin de comprender los retos de las mujeres ante la justicia indígena en México.
Contexto histórico
En términos generales, hay una extensa bibliografía sobre los liderazgos de las mujeres indígenas en América Latina (Artía, 2001). Sin embargo, pocas veces se recurre a la historia política para comprender su devenir como actoras en los diversos niveles de la escala gubernamental. Una de las particularidades de las mujeres ayuujk de Santa María Tlahuitoltepec, en la región Mixe del Estado de Oaxaca (sur de México), es testimoniar la realidad del autogobierno indígena y exponer su autonomía frente a los límites de la justicia. Por ello, cabe preguntarse, ¿cuáles son los rasgos y principios que permiten garantizar la legitimidad de los liderazgos de las mujeres ayuujk? Una característica de la participación de las mujeres en el movimiento indígena latinoamericano es el carácter no liberal del acceso a los espacios de toma de decisiones. Cuestionar las normas morales sobre la conformación de la familia nuclear tradicional, compuesta por una pareja heterosexual, fue el principio de irrupción de las mujeres indígenas en la política moderna. Pero las mujeres indígenas que transgredieron el modelo de familia tradicional accedieron al espacio público como una forma de “castigo”.
Este castigo como acto moral (Fassin, 2017) penalizó a las mujeres ayuujk. A diferencia del discurso dominante sobre la conquista de derechos políticos, en las comunidades regidas por un sistema de gobierno indígena se subraya el significado negativo (de penalización moral) que implican estos derechos. Y ello porque las políticas indigenistas, entendidas como prácticas institucionales que buscan integrar a los pueblos indígenas al modelo nacional de Estado, parten de un patrón de feminidad mestiza que es excluyente y que puede incurrir en prácticas sociales racistas y clasistas (Marcos, 2003).
No obstante, cuando fueron nombradas por las autoridades comunitarias (en el sistema más bajo de cargos), las mujeres indígenas supieron encontrar un sentido político positivo. Aunque el aparato dominante moralizador del triple patriarcado (hombres indígenas, sociedad mestiza y economía global) hace del sexismo una ideología discriminante, las mujeres ayuujk se reapropiaron de los espacios sociales para dotarles de un contenido político gracias a su alianza con las organizaciones sociales populares, el magisterio, los movimientos estudiantiles y el feminismo internacional.
Las mujeres que desempeñaron los primeros espacios en el sistema de cargos ya tenían experiencias de movilidad profesional interna, o ya habían tomado decisiones de liderazgo en el magisterio. En los años sesenta y setenta, el contexto político y económico internacional permitió que las organizaciones sociales indígenas emergiesen en las zonas rurales de México lideradas por mujeres. La educación, la migración y la experiencia de la violencia facilitaron la “toma de conciencia” de las desigualdades en las cuales estaban inscritas las vivencias de las mujeres indígenas (Olivera, 2003).
En la década de los años ochenta las mujeres lideraron revueltas sociales en la lucha por la educación, una experiencia clave en su formación como lideresas. En ese momento el feminismo internacional encontró en la organización de las mujeres indígenas una alianza para las luchas por la igualdad, la justicia de género y la dignidad étnica. En sus diferentes oleadas, el feminismo sembró la semilla e impulsó los liderazgos de las mujeres indígenas a escala nacional y global. La existencia de foros de mujeres ha facilitado que las indígenas hayan creado sus propios espacios de participación política internacional. Una de las principales exigencias ha sido el respeto de la autonomía y libre determinación.
Es así como llegamos a las grandes transformaciones de los Estados latinoamericanos, por medio de sus reconocimientos constitucionales a su carácter pluricultural, plurinacional o multicultural, impulsando la diversidad lingüística y la convivencia multiétnica. Las mujeres indígenas han sido protagonistas de esta historia gracias a los liderazgos que han encabezado en sus hogares, en los sistemas de cargos, en los espacios sindicalizados, en las organizaciones sociales y en espacios internacionales.
Si, como dicen las feministas, “lo personal es político”, la ritualidad del castigo como expresión de iniciación en la participación política nos enseña que “lo moral es político”. Los testimonios de Leticia Gallardo y Cecilia Juárez ejemplifican esta expresión que representa un discurso de poder para ser reconocidas, representadas y legitimadas por la comunidad latinoamericana. Las trayectorias profesionales de estas dos mujeres convergen en la manera de construir liderazgos potentes, desde la música y la justicia indígena. Ambas nos hablan de los desafíos que enfrentaron para convertirse en referentes de sus comunidades de origen, y para las nuevas generaciones de mujeres.
Trayectorias profesionales
Desde que era una niña y por influencia de su padre, Leticia Gallardo (profesora de primaria) se sintió atraída por la música. Para ella, el sistema de cargos es el corazón que dota de vida a la organización político-religiosa de su comunidad. Además de ejercer como docente de primaria, asumió desde joven la responsabilidad de ser comunera a través del sistema de cargos, accediendo a “derechos” de ocupar el territorio o un espacio dentro de la comunidad. Las prácticas comunales son formas de organizar “lo común político” mediante la reproducción de vivencias en una familia comunal más extensa, vinculada al servicio en el sistema de cargos y el territorio.
El sistema de cargos constituye una manera híbrida de escalar a los principales espacios de decisión política y económica para garantizar la paz, el orden y el respeto en la comunidad. Las personas nombradas tienden a representar a los comuneros y comuneras en los espacios públicos, aunque su capacidad de decisión enfrenta las dificultades de mantener “lo común político” en el interior de la comunidad. Dada la forma escalonada de acceder a la autoridad municipal, y a su relación con el Estado-mercado, generalmente los jóvenes ocupan la figura del “topil”, como sujetos que salvaguardan la buena convivencia entre la ciudadanía comunal.
La participación de las mujeres, en espacios públicos monopolizados por hombres, es mínima. Las mujeres a quienes se nombra para asumir un cargo público son madres solteras, mujeres viudas o personas que viven solas. De acuerdo con la experiencia de Leticia Gallardo, las mujeres ocupan “cargos menores” en la organización político-religiosa de su comunidad porque “es mucho más trabajo, y supone el doble o triple esfuerzo por parte de las mujeres”. Se evidencia así que las mujeres “no están en las mismas condiciones u oportunidades” que los hombres, según los roles de género. Además, aparte de que quienes son nombradas están solas, tienen que mediar entre la cuestión “económica y el cuidado de los hijos”. Se trata de una situación difícil dado que no cuentan con un trabajo remunerado: “estas mujeres viven al día y tienen problemas”, afirma Leticia Gallardo.
El entorno familiar violento —física, verbal o psicológicamente— motiva que muchas de estas mujeres opten por estar solas sin que sea una “decisión propia”. De ahí que la iniciación en la participación comunitaria de las mujeres ayuujk no se funde en el principio de igualdad de derechos; por el contrario, el contexto violento es el que las lleva a tomar la decisión de estar solas. Es entonces cuando asumen que las autoridades las nombren para desempeñar un cargo comunitario. Así, pese a participar activamente en los espacios públicos, existen condicionantes morales que hacen que las mujeres ayuujk no participen de la forma en que lo entiende el pensamiento político liberal.
Por su parte, Cecilia Juárez, migró a Madrid, España, para continuar sus estudios de maestría, especializándose en pueblos indígenas, derechos humanos y cooperación internacional. Después de reforzar su formación profesional regresó a su comunidad para ocupar el cargo de secretaria de la Alcaldía Municipal. Para ella, el sistema de cargos significa “una travesía de aprendizaje que es por escalafón y que termina con una graduación, asumiendo el cargo de alcalde o mayordomía en las fiestas patronales”.
Como abogada crítica, es consciente de los límites del sistema de cargos, principalmente de acceso de las mujeres a los altos mandos y a la toma de decisiones. Cecilia Juárez coincide con Leticia Gallardo en señalar que el cargo de topil —una suerte de policía comunitaria— es el punto de partida para escalar a otras figuras de importancia en la organización de estas comunidades: el mayor de vara, el subcomandante y el comandante.
En su experiencia ha observado que, en este sistema de escalafones, pocas veces se cumple la posibilidad de ser nombrado “autoridad municipal”. La Asamblea General Comunitaria es el órgano principal de nombramiento de las autoridades municipales. No obstante, en ciertos casos no se respeta el sistema de escalafones y las representaciones se deciden según las “coyunturas”. “Por ejemplo —señala Cecilia Juárez— el presidente municipal solamente ha ocupado si acaso uno o dos cargos, y ya lo nombraron presidente municipal (…). Curiosamente, cuando más se alega que se tiene que cumplir el sistema de escalafón es cuando existe alguna candidatura por parte de alguna mujer que pudiera ocupar un cargo alto”.
Ante esta realidad, vale interrogarse por qué a las mujeres no se las integra en el sistema de escalafones y analizar a qué se enfrentan en el interior de sus comunidades de origen. Al igual que en la vivencia de Leticia Gallardo, Cecilia Juárez señala que las mujeres que acceden a espacios de participación comunitaria son madres solteras o viudas; un tipo de mujer que “nunca se casó”. Para las mujeres casadas el significado del servicio comunitario es diferente porque “la representación en las comunidades recae en los hombres. El cabeza de familia es el hombre y ellos son los que acuden a las asambleas”.
La movilidad profesional o migración por causa de trabajo hace que la participación de las mujeres en las asambleas comunitarias sea más activa, pero ello no se traduce en nombramientos en puestos de decisión importantes para la familia comunal. Los nombramientos de las mujeres generalmente se destinan a comités, es decir, a espacios políticos que replican “la idea de que las mujeres somos cuidadoras por excelencia y es el papel que nos corresponde desempeñar”. En este contexto, Cecilia Juárez regresó a su comunidad para servir como secretaria del alcalde, un lugar político que forma parte de la impartición de la justicia indígena. Sobre ello nos detendremos más adelante.
Las mujeres originarias y el emprendimiento
En el año 2008, después de pasar por el Centro de Capacitación Musical y Desarrollo de la Cultura Mixe (CECAM) y la banda municipal de música en Santa María Tlahutoltepec, nace —a iniciativa de Leticia Gallardo, y en coordinación con los padres de familia— el proyecto de la banda femenil regional “Mujeres del Viento Florido”, integrado por mujeres ayuujk, zapotecas y mixtecas de Oaxaca. La fundación de dicho proyecto estuvo marcada por su historia personal, así como por la poca presencia de mujeres músicas. Mujeres y música constituyeron entonces la mezcla idónea para producir un espacio de seguridad que empoderó a las mujeres.
Una de las características simbólicas de la vitalidad de las comunidades originarias es el “tequio”. El tequio significa prestar gratuitamente un servicio para el bien común, esto es, sin remuneración, sin que aparezca la representación del “dinero”. A partir de la idea del tequio, según explica Leticia Gallardo, se creó un espacio de música destinado a las mujeres: “jamás fue con el fin de pensar en cuánto voy ganar económicamente”. Para ella, liderar la agrupación musical implicaba llenar un espacio ausente en la reproducción de “lo común” para que “las mujeres comiencen a vivir otras experiencias, justo porque si ellas van a hacer música y ser activas en la parte cultural de la comunidad, tienen que partir del apoyo mutuo”. Para las integrantes de “Mujeres del Viento Florido” hay mucho camino por recorrer para llegar a materializar el proyecto de emprendimiento, pues muchas de ellas no son asalariadas, como el caso de la propia Leticia Gallardo.
Ante esta situación socioeconómica, las mujeres que integran la agrupación musical se han esforzado por negociar espacios de participación ya que, como expresa su directora: “cuesta todavía comprender que las mujeres nos estamos organizando; siempre nos quieren meter en el ámbito de la competencia: ¿quién es mejor?, o ¿quién es peor? Y eso desmoraliza. Cuando comienza el reconocimiento a un nivel interpersonal comenzamos a entender que la agrupación de mujeres es nuestra fuerza para seguir adelante”.
Otro de los desafíos que enfrentan las comunidades indígenas en el momento de emprender sus propias relaciones comerciales, tanto dentro como fuera de sus lugares de origen, es del plagio de sus productos. Se está consiguiendo superar gracias a la experiencia organizacional, reapropiándose de los medios de comunicación. En este sentido, Cecilia Juárez, denuncia que “existe la apropiación de diseños por parte de grandes emporios de la moda. Hay iniciativas que regulan el plagio y esperemos que pronto prosperen. En efecto, hay necesidad de crear un tipo de alianza intercomunitaria. Una comunidad aislada no tiene la fuerza para enfrentar a las grandes empresas. Para que una iniciativa prospere siempre hay que hacer lobby en los diferentes niveles de gobierno. Primero, alianzas entre comunidades. Es necesaria una articulación entre los integrantes de las comunidades”.
¿Es la justicia indígena mala con las mujeres?
Plantear el sentido de justicia en las comunidades regidas por un gobierno indígena supone enormes desafíos dada la complejidad de las interpretaciones culturales en sus relaciones sociales y en la organización político-religiosa. Según Leticia Gallardo, “en las comunidades hay muchas madres solteras justo porque no hay impartición de justicia”. Las mujeres que deciden romper con los ciclos de violencia y denuncian a los agresores, se encuentran en términos generales con que “no hay una justicia porque la cultura está marcada para favorecer a los hombres”. El derecho es interpretado en sus testimonios como un acto performático que justifica el carácter violento del mandato masculino.
En el caso de las madres solteras, las demandas de justicia proceden del abandono de los hijos por parte de los hombres y en el reclamo de manutención para estos hijos abandonados. Pero la justicia indígena, entendida como la resolución de conflictos a través de la comunicación oral entre las partes involucradas —donde intervienen interpretaciones simbólicas y ritualidades de negociación—, es ejercida por los hombres. Así, la justicia indígena “siempre busca decir que las mujeres no hacen caso a sus maridos”.
Frente a esta experiencia de impunidad, las mujeres comenzaron a hilar “alianzas de apoyo” con otras mujeres buscando respuestas a las implicaciones sociales y emocionales de ser “una mujer soltera”. Hay un sentimiento de carencia de justicia igualitaria, equitativa y equilibrada en las comunidades indígenas, que arrebata de las manos la interpretación de un “bien moral” común a hombres y mujeres. Por ello, la banda “Mujeres del Viento Florido” propuso criterios para evitar pensar en las mujeres como personas que solo buscan tener una familia, y sus integrantes, según explica Leticia Gallardo, asumieron el desafío de abrir horizontes para conocer “que hay otras formas de vivir, de estar bien con una misma, no sujetas a una pareja violenta”.
Por su parte, Cecilia Juárez apuntó que el sentido de injusticia experimentado por las mujeres indígenas no solo es característico en las comunidades de origen, sino que se expande a todo el territorio mexicano. Ciertamente, en las comunidades indígenas los hombres son los que asumen los cargos de impartición de justicia, haciendo que el balance les favorezca. Debido a que en estas zonas rurales la iglesia y el alcoholismo son los factores que victimizan y condicionan el significado de la justicia indígena, Cecilia Juárez señala que: “en mi comunidad, uno de los marcadores para implementar la justicia es saber si son alcohólicos quienes están al frente de dicho órgano de gobierno indígena”.
Lo anterior refleja el rostro masculino de la impartición de justicia en los espacios periféricos y evidencia el abuso de poder comunitario hacia las mujeres. Pero cuando se abordan problemáticas como la “pensión alimenticia”, las relaciones de desigualdad económica se complejizan con las cuestiones de género. En este entorno, ¿es la justicia indígena buena o mala con las mujeres? Esta pregunta se amplía a otros espacios jurídicos no indígenas en el territorio mexicano.
La justicia indígena tiene sus virtudes cuando las autoridades son conscientes de las dificultades que enfrentan las mujeres y, por tanto, resuelven los conflictos en instancias de escala comunitaria, sin tener que recurrir a los costos económicos de las autoridades del Estado. Para las madres solteras, como se ha indicado, un ejemplo recurrente es solicitar “manutención alimenticia” por lo que, en consecuencia, les resulta beneficioso que se deroguen los gastos de los procesos burocráticos.
Además, la disputa por la manutención alimenticia, que implica ordenar a los varones cubrir la cuota económica correspondiente, se topa con la situación laboral de “informalidad” de los espacios rurales (campesinos, albañiles, migrantes). En estos contextos, los ingresos económicos son irregulares y las transferencias a las personas afectadas quedan obstaculizadas. De ahí que a menudo la justicia indígena transgreda las normas jurídicas del Estado, llegando a acuerdos con las partes a través de “cuotas simbólicas” o “donación de terrenos”. Es decir, la justicia indígena puede acordar este tipo de prácticas donde “el Estado no interviene”. Con todo, el hecho de “cambiar una pensión alimenticia por terreno está prohibido”, como explica Cecilia Juárez. En este entorno las relaciones sociales de género se imbrican con las desigualdades económicas en una estructura histórica étnicamente opresiva.
Aun reconociendo la importancia de la participación de las mujeres en espacios de impartición de justicia indígena, la igualdad sustantiva encuentra obstáculos en la disparidad económica e “incide en el ánimo de las mujeres en querer participar, sumando a ello la violencia política que experimentan y que tiene que ver con la forma en cómo nos han educado generación tras generación”.
Conclusión
A partir de testimonios de dos mujeres ayuujk del Estado de Oaxaca, este artículo ha planteado una aproximación de la historia política de las mujeres indígenas en México, marcada por varios hitos: la complejidad de la formación de los liderazgos de mujeres indígenas en América Latina, los ritos de iniciación en las comunidades de origen, la articulación de las organizaciones sociales populares y los movimientos indígenas, las transformaciones constitucionales, las alianzas con el feminismo internacional, la migración, la formación educativa y la experiencia de las múltiples violencias.
Una de las aportaciones del texto ha consistido en mostrar que “lo moral es político”; ello obliga al mandato masculino de las comunidades indígenas a nombrar a mujeres para desempeñar cargos comunitarios. La reapropiación de estos espacios de participación llena de contenido político a la decisión moral de transgredir el modelo de familia tradicional. De esta forma, los liderazgos de las mujeres indígenas contextualizan los procesos de modernización de las normas tradicionales.
Por otra parte, los testimonios expuestos dan cuenta del significado que tiene el emprendimiento en las comunidades indígenas y los desafíos ante el recurrente plagio de los mercados internacionales dedicados a la alta costura. Finalmente, las dos mujeres entrevistadas han mostrado las limitaciones de la justicia indígena, subrayando el poder de los hombres cuando imparten justicia, pero también las virtudes de dicha justicia en situaciones de extrema desigualdad económica entre hombres y mujeres.
Referencias bibliográficas
Artía R. P. (2001): Desatar las voces, construir las utopías. La Coordinadora Nacional de Mujeres Indígenas en Oaxaca, Tesis de Maestría en Antropología Social, México, CIESAS.
Fassin, D. (2017): Punir. Une passion contemporaine, París, ed. Le Seuil.
Marcos, S. (2003): “Identidades en transformación: las prácticas feministas en el movimiento de mujeres indígenas”, en Bonfil, P. y Martínez, E. R. (coords.): Diagnóstico de la discriminación hacia las mujeres indígenas, México, Colección Mujeres Indígenas, pp. 253-298.
Olivera, B. M. (2003) “Discriminaciones de género y de etnia”, en Bonfil, P. y Martínez, E. R. (coords.): Diagnóstico de la discriminación hacia las mujeres indígenas, México, Colección Mujeres Indígenas, pp. 211-252.
Urbieta Hernández, R. (2021): “The punishment as ritual of initiation in Indigenous Justice: Women mothers, social fighters and intellectual training Ayuujk (Oaxaca, México)”, Amérique Latine Histoire et Mémoire. Les Cahiers ALHIM 41 | 2021 (7 julio 2021). Disponible en: http://journals.openedition.org/alhim/9909.