Imagen: Comisión Europea
Desde 2008 la UE ha enfrentado crisis múltiples y sucesivas que se inscriben en la más amplia crisis de la globalización y del orden internacional. La crisis del euro reveló las fallas de la unión monetaria y de su diseño ordoliberal. La autodestructiva política de austeridad de esa etapa indujo un círculo vicioso de recesión económica, crisis social, aumento de la desigualdad, y retroceso en su cohesión social y territorial. Todo ello agravó la desafección, el nacionalismo y el euroescepticismo y la desconfianza ante las élites. Se asistió a hechos traumáticos como el avance de la ultraderecha en Europa central o en las elecciones en Francia; la crisis de los refugiados sirios de 2015, el referéndum del Brexit, o el triunfo de Donald Trump en Estados Unidos en 2016.
Ya entonces la eurozona tuvo que atemperar la política de austeridad para evitar que se agravara la crisis social en el sur de Europa. También el BCE mostró un mayor activismo a partir de 2015 y el whatever it takes de su presidente, Mario Draghi. Y ante el Brexit, la UE empezó a negociar con unidad y firmeza.
En 2016 la Comisión Juncker o el presidente Macron ya reclamaron “una Europa que protege”. Pero ese llamado no cristalizó en una respuesta estratégica de la UE, rezagada ante los retos de un nuevo modelo productivo basado en la robotización y la digitalización. Esto también suscitaba el temor de las sociedades europeas por sus efectos en el empleo, la protección social, y la merma de oportunidades para la siguiente generación.
El avance de los partidos verdes y la asunción de la agenda ambiental por los partidos mayoritarios mostraban también que ese nuevo contrato social debía incluir la emergencia climática. En el ámbito internacional se asistió a una mayor competencia geopolítica, y al nacionalismo económico de Trump, su desprecio a Bruselas, y su descuido de la Alianza Atlántica. Todo esto empujó a la UE a dejar atrás su tradicional visión cosmopolita en favor de una actitud más defensiva y securitaria en la política internacional.
Desde 2019 la UE ha reaccionado a través de dos ejes interrelacionados de cambio: el Pacto Verde Europeo y la “autonomía estratégica”. La respuesta a la pandemia de la COVID-19 ha sido un acelerador de esos cambios. La pandemia expuso las debilidades de la UE, y ha inducido una enérgica transformación para sí misma, social, verde y digital. Y también en la política mundial. En palabras de Max Bergmann, se trata de un verdadero “despertar geopolítico” de la UE.
El Pacto Verde Europeo deja atrás el enfoque sectorial de la política ambiental y del clima para convertirse en la matriz económica y social de la UE en su conjunto. Es un pacto político entre socialdemócratas, centroderecha, liberales y verdes basado en la asunción de la agenda ambiental y un renovado compromiso con la protección de la sociedad, que de otra manera se dejaría en manos de la ultraderecha. Supone dejar atrás las políticas de austeridad y la obsesión neoliberal con el equilibrio presupuestario. El Pacto Verde, además, es eje central de la acción exterior promoviendo “alianzas verdes” con otros países y regiones para alcanzar las metas climáticas y de descarbonización del Acuerdo de París, y para sí misma, fomenta a través de esas alianzas una mayor seguridad energética. Sobre estas bases se redefinirán las relaciones exteriores de la UE con regiones como el Mediterráneo o América Latina y el Caribe.
El Pacto Verde Europeo significa el retorno de la política industrial y un mayor papel del sector público liderando la innovación y el cambio en las energías renovables, las tecnologías digitales o la electromovilidad. Con ello, Europa asume que se ha entrado en una nueva fase histórica de desglobalización y repliegue de las cadenas productivas, por causas tanto tecnológicas como geopolíticas. Opta por una estrategia de crecimiento y creación de empleo que no renuncia a las exportaciones, pero estará más centrada en el propio mercado interior. Ese modelo habrá de ser más resiliente ante disrupciones de las cadenas de suministro globales y, con ello, contribuirá a la autonomía estratégica de la UE. La aceleración de la transición energética hacia las renovables es parte de ello, pero también contempla las materias primas críticas, los medicamentos, las tecnologías digitales y los alimentos, o los semiconductores, con el objetivo de alcanzar una cuota de mercado mundial del 20% en 2030.
En el Pacto Verde, como marco de políticas para reconstruir el contrato social, se plantean complejos dilemas socioeconómicos en términos de equidad y de justicia. Esos dilemas que pueden ser más difíciles aún por las disrupciones económicas de la guerra de Ucrania, como es el aumento del precio de la energía y la inflación. Supone costes asimétricos entre países, regiones y grupos sociales, que pueden agravar las desigualdades; afectará a muchos aspectos de la vida cotidiana que hasta ahora se daban por sentados, como los patrones de consumo o la movilidad, que han de cambiar para asegurar que se logran las metas del Acuerdo de París. Todo ello supone reconfigurar los contornos materiales y éticos de lo público, lo privado, y del bien común. La distribución de esos costes y la manera de afrontarlos traerán amplias disputas ecosociales. De ellas puede surgir un nuevo consenso verde o social, de amplio espectro, pero también pueden impulsar a fuerzas iliberales y de extrema derecha, tensionando el proyecto europeo.
La UE enfrenta, de manera simultánea, la crisis de la globalización, la desigualdad, la emergencia climática, la pandemia del coronavirus y la reaparición de la guerra. Todo ello representa lo que en sociología histórica se denomina una coyuntura crítica. Es decir, un momento de encrucijada, en el que el devenir histórico se abre en múltiples posibilidades y las fuerzas sociales pugnan por definir el futuro. El Pacto Verde no es, como algunos quisieran ver, un proyecto ecosocialista. Pero tampoco puede despreciarse como un mero lavado de cara “verde” del neoliberalismo que trata de asegurar su perpetuación. Noventa años atrás, tras otra crisis orgánica del capitalismo, el New Deal de Roosevelt y los pactos keynesianos de posguerra reconstruyeron el capitalismo y las sociedades democráticas con derechos sociales antes inéditos. Ante la crisis actual, el Pacto Verde y sus políticas pueden ser la vía para renovar esos pactos sociales sumando al planeta y a las generaciones futuras.
El ataque ruso a Ucrania ha acelerado de manera dramática esos procesos. Para la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, es un verdadero parteaguas para Europa; según el canciller Olaf Scholz es un punto de inflexión (Zeitenwende) en Alemania, que, a partir de este momento, va a adoptar, como toda la UE, una política de seguridad y defensa más enérgica.
La elevada dependencia centroeuropea del gas ruso muestra que la descarbonización, la transición energética, el Pacto Verde y la autonomía estratégica son cuestiones que van unidas. La guerra, las sanciones y la voluntad de renunciar a esa dependencia anuncian, si no cambian las cosas en Rusia, una rápida desconexión europea de ese país, la búsqueda de fuentes alternativas, y la aceleración de la transición energética a renovables. Días después del ataque ruso, el ministro de finanzas alemán, Christian Lindner, declaró que “la energía renovable es la energía de la libertad”.
En muchos aspectos, las medidas de urgencia propuestas por la Comisión Europea el 8 de marzo de 2022 con el plan RepowerEU evocan una verdadera “economía de guerra” con una mayor intervención pública en los mercados de energía, y, como ocurrió con la COVID-19, suponen que la UE actúa colectivamente y, de nuevo, recurre a su fuerza como unión. Esta guerra es una muestra más de la irrupción de la geopolítica en la economía mundial, y las implicaciones del uso coercitivo (weaponisation) de las interdependencias. La UE tendrá que asumir sus importantes implicaciones económicas. La COVID-19 significó la suspensión de las reglas fiscales y la inédita aprobación de NextGenerationEU, un fondo extraordinario de reconstrucción que se financia, por primera vez, con emisiones de deuda común. La guerra de Ucrania es otro choque exógeno, con efectos asimétricos, aún por determinar, respecto a los costes de las sanciones, la energía, la inflación, o la atención a población refugiada. Ante ello, se requeriría, como en la pandemia, una respuesta a escala europea, y no es posible ni deseable que cada país tenga que apañárselas con sus propios medios. Se necesita una respuesta fiscal y monetaria común a la guerra de Ucrania, europea, y global, para hacer frente a la recesión que anuncia la guerra, para mantener viva la agenda transformadora del Pacto Verde, y para asegurar la unidad política de la UE ante Rusia, en particular en materia de energía y sanciones.
En una histórica alocución en el Parlamento Europeo el pasado 1 de marzo, el alto representante Josep Borrell dijo que “este es el momento en el que ha nacido la Europa geopolítica”. Como ha ocurrido con la pandemia o la emergencia climática, el extraordinario despliegue de sanciones y otras medidas tras la invasión también es muestra de la relevancia y capacidad material y simbólica de la UE, y ha dado lugar a un sentido de propósito y una narrativa renovada respecto a la construcción europea, su importancia para la ciudadanía, y el lugar de Europa en el mundo. De nuevo, resuena la reflexión que dejó en sus memorias Jean Monnet, uno de los padres fundadores de la UE: “Europa se forjará en las crisis y será la suma de las soluciones adoptadas para esas crisis”.
Este artículo recoge la intervención del autor en el Foro de Alto Nivel organizado el 23 de marzo de 2022 por el Consejo Económico y Social de Argentina, y está basado en el documento de trabajo del mismo autor, El Pacto Verde, NextGenerationEU y la nueva Europa geopolítica, publicado por la Fundación Carolina en marzo de 2022.