Más de 140 países aprobaron en la Asamblea General de Naciones Unidas una clara resolución de condena de la invasión rusa a Ucrania, definiéndola, conforme a la Carta constitutiva de dicha organización, como un inequívoco acto de agresión. Tanto América Latina como la Unión Europea (UE) han destacado en el apoyo a dicha resolución, pero más allá de esa convergencia, hay diferencias notables en cuanto a la lectura política de ese hecho, y sus consecuencias para la política interna y las relaciones internacionales de ambas regiones que no se pueden obviar. En la UE la guerra en Ucrania se percibe como un acontecimiento que marcará el futuro del orden global, y ha dado un impulso aún mayor a un “despertar geopolítico” que vincula la estrategia de recuperación de la pandemia NextGenerationEU, el Pacto Verde Europeo, y la búsqueda de mayor autonomía o soberanía estratégica. Así lo indica la enérgica actuación de la UE en materia de sanciones o de rápida desconexión del gas, el petróleo y el carbón rusos. En América Latina, sin embargo, parece entenderse como una guerra más del viejo continente, lejos de sus intereses directos, y con mayores consecuencias para el orden europeo que para el sistema internacional. Y más allá del respaldo mayoritario a la condena de la agresión en Naciones Unidas, las reacciones en la región han sido desiguales, tanto en el escenario regional, entre países, como, en algunos casos, dentro de un mismo país. Ello se debe a tres factores: los vínculos que algunos Estados de la región han mantenido con Rusia; los debates políticos que existen entre las fuerzas políticas de la región; y la tradicional visión normativa y “de principio” de las políticas exteriores.
Por un lado, hay fuerzas progresistas reacias a condenar una invasión protagonizada por Rusia y no por el imperialismo estadounidense. El antiimperialismo tiene un anclaje emocional profundo en la región, y la invasión de Ucrania se ha visto por sectores “bolivarianos” como una justa respuesta a la siempre presente hegemonía estadounidense. Mientras, el socialismo democrático de Boric denuncia la invasión en una clara disputa con la cultura política de la “vieja izquierda”. Por otro lado, los grupos de centroderecha de la región se sienten más cómodos condenando a Rusia, ya que ello les permite recuperar un discurso alineado con Occidente y encuentran en la invasión un recurso fácil para cuestionar a todas las izquierdas, hayan respaldado o no a Putin. Por último, nos encontramos con fuerzas de extrema derecha que, como sucede en Brasil, presentan ambivalencias como las que vemos en los nacional-populismos a escala global.
En lo que se refiera a las posiciones de los gobiernos hay también diferencias importantes. Más allá del respaldo a la condena en Naciones Unidas o en la Organización de Estados Americanos (OEA), asumido por las cancillerías y las delegaciones ante esas organizaciones en Nueva York o Washington, hay presidentes que han tratado de proyectar un discurso de neutralidad o equidistancia, a pesar de que sus votos no lo han reflejado, como es el caso de Brasil y México, que en ambos casos ocupan un asiento no permanente en el Consejo de Seguridad. También encontramos el caso de El Salvador, que se muestra neutral en las instancias multilaterales y que ha guardado un ruidoso silencio escudándose en su condición de “país pequeño”. Por último, hay un grupo de países más distanciados de Estados Unidos y con mayores vínculos con Rusia, como Cuba, Nicaragua o Venezuela, que ha evitado condenar la invasión a través de la abstención. Significativamente, aunque se han registrado las abstenciones mencionadas, Rusia no ha cosechado ni un solo voto a su favor en la región. Como común denominador a todas esas posiciones se puede subrayar la renuencia o rechazo a adoptar sanciones contra Rusia, recordando que según la Carta solo pueden ser aprobadas por esa organización, a pesar de que, en algunos casos, como el de Chile, sí se habría aceptado esa posibilidad, siempre y cuando estuvieran amparadas por una resolución del Consejo de Seguridad.
En esa posición mayoritaria en la región subyace la tradicional visión normativa y legalista del orden internacional, y la defensa del pluralismo como regla básica de las relaciones internacionales que América Latina tiene arraigada en su historia y cultura política, que la propia región contribuyó a forjar desde sus independencias, y que hoy también comparten otros países del Sur global. Esos principios lo son también de la UE. En esa posición, más allá de los matices, favorable a la condena, pero reacia a las sanciones, radica también el potencial y los límites del diálogo político entre la UE y América Latina. Suspendido desde 2015 en lo que se refiere a las Cumbres de jefes de Estado y de gobierno de ambas regiones, ese espacio de diálogo ya era necesario antes de la invasión de Ucrania ante los retos democráticos de ambas regiones, y las demandas de una “triple transición” socioeconómica, productiva y digital, y ecológica. Pero el retorno de la guerra a Europa, y sus implicaciones para todo el mundo lo hacen ahora mucho más perentorio. .