El experto en comunicación política Antoni Gutiérrez-Rubí escribió una columna en diario El País titulada “La reinvención de la extrema derecha en América Latina”, en la cual recuerda la reciente reunión en México de la Conferencia de Acción Política Conservadora (CPAC, por sus siglas en inglés) y señala que, si bien el mapa político regional se tiñó de rosado con la sucesión de victorias progresistas, las extremas derechas salieron de los márgenes y podrían ser alternativas de gobierno.
En efecto, la dinámica política regional ha dibujado una realidad doble: en los países de la región con más peso político y económico ha ganado la izquierda, o dicho de manera más amplia, el progresismo. La reciente vuelta al poder de Luiz Inácio Lula da Silva ha sido la guinda de la torta de la buena racha de la izquierda latinoamericana. Es cierto, como se ha repetido, que se trata de victorias de las oposiciones más que de los progresismos, pero como todas estas oposiciones eran de izquierdas ello creó una dinámica geopolítica específica más allá del cansancio ideológico existente donde el progresismo ya ha gobernado o de los obstáculos donde acaba de llegar.
El ciclo electoral no solo tuvo efectos en el interior de los países, sino a escala regional: entre otras cosas, acabó con la Alianza del Pacífico como contrapeso del populismo “atlántico” y con el Grupo de Lima como instancia de los gobiernos de centroderecha para enfrentar la crisis venezolana. También proyectó más allá de las fronteras el liderazgo de Gustavo Petro, un presidente que de todos modos no tiene posibilidades de reelección tras sus cuatro años en el poder. Y de manera más amplia se conjuró la posibilidad de un “ciclo de derecha” tras el triunfo de Mauricio Macri en Argentina a fines de 2015, la destitución de Dilma Rousseff en 2016 y la vuelta de Sebastián Piñera en 2018.
Pero al mismo tiempo, es cierto que en diferentes países emergen derechas radicales con más fuerza electoral (algunas más que otras). Por lo pronto, José Antonio Kast en Chile obtuvo 44% en las últimas elecciones chilenas sin ocultar elogios al exdictador Augusto Pinochet, Bolsonaro llegó a un sorpresivo 49% en Brasil en octubre pasado, el paleolibertario argentino Javier Milei ronda el 20% en las encuestas para las presidenciales de 2023 (con un discurso que comenzó siendo una excéntrica performance anarcocapitalista con estética rockera y ha logrado apoyo en espacios mediáticos y empresariales) y Rafael López Aliaga ganó la alcaldía de Lima.
Es cierto también que no solo se trata de partidos y elecciones: el intelectual-youtuber argentino Agustín Laje se propone desde su canal de YouTube, con 1,6 millones de seguidores, dar la “guerra cultural” antiprogresista. A ello se dedica su último libro, La batalla cultural: Reflexiones críticas para una Nueva Derecha, publicado por la transnacional HarperCollins, con el cual atrae a centenares de personas en cada presentación en las ferias del libro y otros eventos en la región. Su crítica se enfoca en las “derechitas cobardes” a las que responsabiliza por las defecciones frente a los progresistas y en el combate contra la “ideología de género”. Aunque utiliza hábilmente las redes sociales, Laje busca ser considerado un intelectual público en el viejo sentido del término.
El caso de Bolsonaro es interesante: más que un motor para la expansión de las extremas derechas en la región, su tono vulgar y sus sobreactuaciones negacionistas respecto de la pandemia y del cambio climático lo volvieron más bien una figura contraproducente para las derechas latinoamericanas. Y algo parecido ocurrió en Brasil: su estilo pandillero acabó por alejar a parte de las élites, que terminaron, de manera inimaginable cuatro años atrás, por reconciliarse con Lula da Silva tras haberlo demonizado sin piedad.
Estas nuevas derechas presionan e incomodan a los liberal-conservadores tradicionales —que transitan una crisis de identidad—, con posiciones supuestamente antielitistas, “anticasta” y anti-corrección política. El centroderecha pareció perder el norte en medio de los cambios globales y una serie de circunstancias locales. En Brasil, el centro no logró construir una tercera vía entre Bolsonaro y Lula; en Chile, el centroderecha busca recuperarse del deslucido y turbulento segundo mandato de Sebastián Piñera; en Argentina, el espacio liderado por Mauricio Macri se debate entre ocupar el centro —con el alcalde de Buenos Aires, Horacio Rodriguez Larreta—, o girar a la derecha, con la exministra de Seguridad Patricia Bullrich, que ha llegado a coquetear con pequeños grupos y youtubers radicalizados.
El atentado fallido contra la vicepresidenta argentina Cristina Fernández de Kirchner ha mostrado vínculos puntuales entre políticos opositores y haters que expresan un rechazo virulento al kirchnerismo. Un ejemplo de ello es el caso de Revolución Federal, un grupo que se organizó por WhatsApp y llegó a llevar una guillotina a Plaza de Mayo con la leyenda “cárcel o bala” para los kirchneristas (el creador del grupo es un joven carpintero, que a su vez fabricó la guillotina) y a organizar una marcha de antorchas y varios escraches contra funcionarios del gobierno. El grupo que atentó contra la segunda mandataria, que se dedicaba a la venta callejera de copos de azúcar, es aún más marginal y la vía de su radicalización, todavía en investigación en medio de polémicas sobre la jueza a cargo, resulta aún bastante enigmática, y con personajes extravagantes, tan peligrosos como incompetentes.
El caso brasileño —con una derecha que también transita desde la política institucional hasta milicias con vínculos oscuros con las fuerzas de seguridad—, mostró que el bolsonarismo social y electoral trasciende a Bolsonaro —cuyo futuro político está por verse—, e informa sobre diversas redes e intereses, desde evangélicos conservadores hasta grupos armados, pasando por sectores de las fuerzas de seguridad e intereses agroindustriales. Si la preocupación de la izquierda era la posibilidad de un golpe, el problema al final fueron los votos del mandatario brasileño, que entre ambas vueltas consiguió aumentar siete millones de votantes contra tres de Lula.
En el caso chileno, el rechazo al nuevo texto constitucional cambió abruptamente el clima político y puso en duda la potencia del bloque del cambio, obligando al presidente Gabriel Boric a buscar apoyo en figuras de la exConcertación mientras trata de recuperar la iniciativa en un contexto complejo, de pérdida de popularidad y una derecha que ha recuperado parcialmente la iniciativa y la capacidad de enfrentar sus políticas y discursos.
No está claro si estas derechas “sin complejos” serán finalmente alternativa en América Latina, pero sí lo es que juegan un papel en la oposición social y la contestación política. En gran medida, esas derechas son reactivas a cambios societales de amplio alcance que se procesan en la región, como la ola feminista que tuvo entre sus efectos la legalización del aborto en varios países, así como la politización de diversas identidades subalternas, pero ese rechazo se procesa a menudo bajo formas “transgresoras”.
Los vientos del antiprogresismo global llegaron a América Latina, donde se mezclan con las propias realidades locales (modificaciones en el mundo religioso, expectativas de movilidad social truncadas, inseguridad creciente). Se trata, con todo, de un fenómeno bastante rizomático, en el que a menudo las redes informales, arborescentes y sin articulaciones definidas (internet) marchan en paralelo a las formales: los intentos (por ahora incipientes) de la extrema derecha de conformar “internacionales” más o menos formalizadas a escala global.