América Latina y el Caribe continúa siendo una de las regiones más desiguales del mundo en cuanto a la distribución de su ingreso, aunque no lo más pobre: el 1% de los más ricos se lleva el 21% de los ingresos de toda la economía, el doble de la media del mundo industrializado (Busso y Messina, 2020). La pobreza y la desigualdad en la región siguen siendo fenómenos con raíces en estructuras económicas, políticas, culturales y sociales que laminan el progreso social y socavan la cohesión social. La región se caracteriza por sus altos niveles de polarización social: por un lado, la profundización de los procesos de concentración de la riqueza en una élite reducida, y, por otro lado, la concentración de la pobreza y la pobreza extrema en una mayoría poblacional. Ello en un contexto de mercados de trabajo heterogéneos, con altos niveles de informalidad, un desempleo creciente y profundas brechas de diversa índole que golpean la integridad y desarrollo de las personas.
Los altos niveles de desigualdad y los sistemas de bienestar débiles reflejan el pasado autoritario de la región, que siempre ha dispuesto de estructuras económicas muy concentradas que tienen implícito un fuerte sesgo y ejercen discriminación en contra de ciertos grupos definidos por el ingreso, el género, la edad, el territorio, la raza o el origen étnico. Grupos o categorías poblaciones que constituyen a su vez potentes determinantes del acceso a la atención sanitaria, la educación, el empleo y las oportunidades. Unas desigualdades que se entrecruzan entre sí y se potencian, desarrollándose desde edades tempranas y acrecentándose durante la infancia y adolescencia. Así, el lugar donde se nace y se vive, la escuela a la que se asiste, la etnia a la que se pertenece, el sexo con el que se nace y las condiciones de la familia, marcan para siempre a los individuos, sumergiéndolos desde edades tempranas en una espiral de vulnerabilidad y discriminación difícil de superar.
Impacto de la pandemia
La pandemia de la COVID-19 ha golpeado sanitaria, social y económicamente a una región con gran parte de la población sobreviviendo día a día con trabajos informales (alrededor del 50% de la masa laboral, unos 150 millones de personas), y que cuenta con servicios públicos con carencias crónicas, circunstancia que resta efectividad a las medidas adoptadas por los gobiernos y que contribuye a la transmisión intergeneracional de la desigualdad. A ello cabe agregar otros factores estructurales existentes en la región como el hacinamiento en barrios pobres, el olvido de las zonas rurales, el bajo nivel de ahorro de las familias, el acceso a agua potable y, especialmente, el acceso y calidad de los sistemas de salud públicos.
Las estrategias de los países latinoamericanos y caribeños para contener la expansión del virus se adoptaron rápidamente, pero difirieron significativamente unas de otras, atendiendo a las realidades nacionales. Algunos países replicaron las medidas de China y Europa, como el caso de Argentina, que vivió la cuarentena más larga del mundo, mientras que otros países como Brasil se encasillaron en el escepticismo ante el virus con una gestión errática. En todos los países regionales, el cierre de escuelas, la parálisis de algunos sectores económicos y la reducción de la movilidad en general, fueron la base que guiaron las decisiones para proteger a la población. Medidas que, en todos los países sin excepción, agudizaron la situación económica e incrementaron el descontento social.
La situación económica actual de América Latina, agravada por la pandemia, incrementa el desafío al que se enfrenta la región para poner fin a dos de sus principales problemas: la desigualdad y la pobreza. La pandemia de enfermedad por coronavirus ha sorprendido e impactado gravemente a una región que venía creciendo en los últimos años al 0,4%, el crecimiento más bajo desde 1951. Un crecimiento que se ha mostrado insuficiente para corregir desigualdades y reducir la pobreza, que de hecho ya venía incrementándose paulatinamente en los años previos a la pandemia. A este bajo crecimiento cabe añadir los recursos insuficientes con que cuentan las administraciones públicas latinoamericanas y caribeñas dado el fallido sistema impositivo y tributario de la región y, consecuentemente, las dificultades para distribuir la riqueza por parte de los Estados regionales, que invierten poco en gasto social comparado con otras regiones del planeta y países de desarrollo similar. No obstante, lo que vive América Latina y el Caribe es no solo una crisis de desigualdad de ingresos, sino también de oportunidades, que, en últimas, es lo que determina el futuro de las personas. Esta desigualdad de ingreso y de oportunidades, cuando es excesiva, tiende a afectar a la cohesión social, y sin cohesión social se puede fracturar el contrato que existe entre personas de una misma sociedad, poniéndose en peligro la propia convivencia democrática.
La pandemia ha profundizado en los nudos estructurales de la desigualdad de género, atentando contra la autonomía, integridad y vida de las mujeres. La COVID-19 ha incrementado las tasas de desempleo y empleo informal en las mujeres, especialmente en las de bajos ingresos y menor nivel educativo, una circunstancia a la que cabe agregar la brecha salarial existente en la región. Al mismo tiempo, como asegura la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL, 2020), la pandemia ha evidenciado la injusta organización social de los cuidados en la región, la importancia de los cuidados para la sostenibilidad de la vida y su poca visibilidad en los sistemas económicos. Esta crisis ha denotado nuevamente la ausencia de servicios públicos de salud universales y de calidad óptimos, circunstancia que ha conllevado a traspasar a los hogares el cuidado, lo que ha supuesto una sobrecarga para las mujeres, dada la no existencia de una distribución equitativa de las tareas de cuidados. Ello, teniendo en cuenta que las mujeres están presentes en la primera línea de batalla contra el virus, fundamentalmente por su alta presencia en el sector sanitario y el educativo, asumiendo por consiguiente altos riesgos de contagio dada su exposición al mismo. Por otro lado, los confinamientos en los hogares han exacerbado los casos de violencia hacia las mujeres y niñas, viéndose muchas de ellas en la tesitura de tener que convivir con sus agresores.
Otra alarmante situación agravada con la crisis pandémica es la que atraviesan jóvenes, niños y niñas en la región. La pandemia ha multiplicado la situación de pobreza de numerosos hogares y familias, sometiendo a muchos niños y jóvenes a una extrema vulnerabilidad. La CEPAL (2020a) ha estimado que alrededor de 40 millones de hogares en la región se encuentran sin conexión a internet, la mitad de ellos pertenecientes a los dos quintiles más pobres, circunstancia que, indudablemente, dificulta la tele-educación. Esas cifras se traducen en que, alrededor del 46% de niños entre 5 y 12 años (32 millones) no han podido seguir la actividad educativa desde casa durante los meses de cierre de escuelas. En cuanto a los jóvenes, la crisis económica ha impactado especialmente sobre ellos, puesto que, siendo los últimos en incorporarse al mercado laboral, generalmente en empleos precarios e informales, han sido los primeros en ser expulsados de sus trabajos. Una situación que se agrava en el caso de las mujeres jóvenes. La juventud en la región se encuentra ante un problema severo, falta de oportunidades, con gran vulnerabilidad y exposición a la pobreza.
No se puede dejar de mencionar la situación de otras poblaciones y colectivos vulnerables, como las personas de edad avanzada y las personas con discapacidad, que vienen asumiendo un riesgo mucho mayor de fallecer a causa del virus. A su vez, los pueblos indígenas y las personas afrodescendientes, al igual que las personas migrantes y refugiadas, vienen sufriendo también de manera desproporcionada, pues entre ellos la vulnerabilidad se multiplica. Personas, muchas de ellas, que trabajan en la informalidad y que carecen de acceso a servicios públicos elementales, viviendas en condiciones, ahorros, incluso acceso a agua potable. Ante el empuje de la pandemia, y dada su situación, a muchas de estas personas les ha sido imposible cumplir con las diferentes recomendaciones sanitarias y normas establecidas, como cuarentenas, higiene de manos permanente, uso de mascarilla y distancia de seguridad dictadas por los gobiernos para evitar la propagación del virus.
A las problemáticas sanitarias, económicas y sociales se suman los conflictos regionales de tipo político-institucional. La corrupción constituye un problema endémico en América Latina y el Caribe, y se ha hecho notorio incluso con la llegada de las primeras vacunas a algunos países, que han revelado ciertos tratos de favor y redes clientelares. A su vez, la desconfianza de la ciudadanía hacia las instituciones democráticas y, más exactamente, hacia la clase política, ha condicionado que amplios sectores de la población hagan caso omiso a las estrictas medidas impuestas por los países como las cuarentenas, toques de queda y cierres perimetrales, entre otras. Este escepticismo o percepción de ilegitimidad se ha podido exacerbar con el correr de los meses tras el agotamiento de la ciudadanía con la situación, la llegada de nuevas olas del virus, la aparición de nuevas cepas y la lentitud del proceso de vacunación.
En el plano político, el presidencialismo característico de la región ha provocado que el peso de las decisiones, gran parte de ellas impopulares, recaiga sobre la figura de los presidentes, sin la necesidad de rendir cuentas, a diferencia de otras regiones con sistemas parlamentarios, donde el congreso ha ejercido de cierto contrapeso o función de control. Precisamente, la falta de regulación y base legal para sesionar de forma virtual ha dejado a muchas cámaras legislativas de la región paralizadas, siéndoles imposible impulsar nuevas normativas y ejercer control alguno al poder ejecutivo. En ese contexto, algunos sectores políticos y de la sociedad han considerado que sus dirigentes han aprovechado el contexto de la pandemia para ejercer una política de corte autoritario. De hecho, la gestión de la pandemia ha acabado convertida en un arma arrojadiza en el terreno político-partidario, en un año especialmente repleto de procesos electorales de diferentes dimensiones en la región.
En definitiva, el paso de la pandemia está revelando que el modelo de desarrollo de la región enfrenta graves limitaciones estructurales, poniendo de manifiesto la fragilidad de un modelo que ha exacerbado sus numerosas desigualdades y ha transformado las dificultades crónicas en una crisis aguda que exige atención urgente. Con el escenario descrito, la pandemia ha agrandado los nudos estructurales y está provocando la peor crisis sanitaria, económica, social y humanitaria de la región en un siglo. Con más de 25 millones de casos confirmados y alrededor de 350.000 personas fallecidas, a fecha de abril de 2021, se suman una serie de consecuencias sociales y económicas de calado. La región ha sufrido en un año una caída del PIB de 7,7 puntos, el decrecimiento más pronunciado desde 1914. Ello en un contexto en el que se han cerrado más de 2,5 millones de empresas, se ha incrementado el desempleo con la salida masiva de mujeres del mercado laboral, se ha reducido la inversión extranjera, se han reducido de forma considerable las remesas provenientes desde el exterior —que son vitales para muchas familias—, y se ha generado un incremento significativo de la pobreza y la pobreza extrema. Un escenario que no resulta muy alentador para una región que venía arrastrando serias dificultades de crecimiento, redistribución y desarrollo.
Hacia un nuevo modelo de desarrollo
Tras el paso de la pandemia, asoma una larga etapa de recuperación en la región, al tiempo que permanecerá expuesta y con gran vulnerabilidad a nuevas crisis sanitarias y económicas, así como a los desastres naturales y la crisis climática en conjunto. Algunos problemas estructurales se han convertido en críticos tras este inesperado huracán sanitario, y la única salida a tales desafíos pasa por una transformación de los sistemas sociales, productivos, fiscales y ambientales de la región.
Una transformación, en definitiva, del modelo de desarrollo que debiera transitar hacia uno firmemente sustentado en sistemas del bienestar integrales con perspectiva de género y sensibilidad ante la diversidad étnica, sexual, identitaria, etaria y geográfica de la región. Un modelo que desarrolle nuevos patrones de producción que aumenten la participación del conocimiento e innovación, que fortalezcan las capacidades tecnológicas nacionales y las energías limpias, al tiempo que se reducen las emisiones de carbono y se protege el medio ambiente y la integridad de los ecosistemas críticos. Se necesita un modelo que invierta más en investigación y desarrollo y que avance en materia de desarrollo productivo y exportador, con una diversificación hacia ramas con mayor contenido tecnológico. Un modelo de desarrollo con una política laboral activa, que promueva empleos de calidad con derechos, y que reconozca la relevancia de la economía del cuidado, buscando mecanismos entre el mercado y el Estado para ampliar la provisión de servicios vinculados y para que las cargas del hogar estén equitativamente distribuidas entre hombres y mujeres. Por último, un modelo sólido que fortalezca la democracia, la transparencia y la rendición de cuentas en las políticas públicas, centrado en los derechos humanos.
Para transformar América Latina y el Caribe, y avanzar hacia países más justos y prósperos bajo ese nuevo modelo de desarrollo sostenible, la región debe de reformar en profundidad su sistema fiscal y sus niveles impositivos. Sin Estados con capacidad impositiva suficiente va a ser complicado promover el desarrollo sostenible. En la región menos del 1% de los ingresos fiscales son generados por impuestos sobre la propiedad. A su vez, los ingresos provenientes de gravar la renta son menores que en los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE). Los sistemas tributarios en la región son incluso regresivos, con un mayor ingreso proveniente de impuestos indirectos que de impuestos directos. Esta falta de gravar la riqueza, la propiedad o la herencia, conecta también con la cultura del privilegio, de controlar los resortes del poder político para impedir las reformas impositivas necesarias. Esos resortes tienen que ver con el control de los medios de comunicación y los think thank, las puertas giratorias, la financiación de los partidos políticos y con la capacidad de llevar el dinero a paraísos fiscales. A todo este marco de falta de progresividad de los impuestos y el predominio de los indirectos, cabe agregar la elevada evasión fiscal de la región, que se encuentra por encima del 6% del PIB, y que constituye una forma más de expresión de la cultura del privilegio.
La Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible traza unas claras metas a alcanzar para el año 2030 y marcan el camino de la recuperación y la transformación del modelo de desarrollo regional, que requiere de la implicación de toda la sociedad. El transcurso del primer año de pandemia ha supuesto un freno al avance de la mayoría de metas de los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenibles (ODS), fundamentalmente aquellas vinculadas al eje personas (ODS 1 a 5) y al eje prosperidad (ODS 7 a 11), pero en ningún caso ha restado legitimidad y vigor a una Agenda que se hace imprescindible para avanzar hacia sociedades más justas, igualitarias, prósperas y respetuosas con el medio ambiente.
De la mano de la Agenda 2030, el Acuerdo de París, y la Estrategia de Montevideo, América Latina y el Caribe debe proyectarse a superar sus tres crisis actuales: la social, la ambiental y la económica. La recuperación tras esta pandemia debe dar paso a un modelo de desarrollo con mayor grado de igualdad, respeto por la naturaleza y el medio ambiente, así como de defensa de la democracia y los derechos humanos. En este proceso de resiliencia hay algo que no se puede descuidar, y es que una recuperación desigual no se puede considerar una recuperación. América Latina y el Caribe puede salir adelante, pero ello exige altura de miras, pactos a todos los niveles, reformas en profundidad, un impulso a la integración regional y la voluntad de todos los actores de la sociedad para una transformación eficaz y sostenible.
Referencias bibliográficas
Busso, M. y Messina, J. (ed.) (2020): “La crisis de la desigualdad: América Latina y el Caribe en la encrucijada”, Washington D.C., Banco Interamericano de Desarrollo.
CEPAL (2020): “La pandemia del COVID-19 profundiza la crisis de los cuidados en América Latina y el Caribe”, Informes COVID-19, Santiago (abril).
CEPAL (2020a): “Universalizar el acceso a las tecnologías digitales para enfrentar los efectos del COVID-19”, Informe especial COVID-19, nº 7, Santiago (agosto).