Lugar y fecha de celebración:
4 de mayo de 2021, en el canal YouTube de CRIES
Participan:
Daniela Sepúlveda, de la Universidad de Minnesota, USA
Élodie Brun, del Centro de Estudios Internacionales de El colegio de México (CEI Colmex)
Francisco J. Verdes-Montenegro, de Fundación Carolina
Miryam Colacrai, de la Universidad Nacional de Rosario (UNR), Argentina
Modera:
José Antonio Sanahuja, de Fundación Carolina
El 4 de mayo de 2021, la Fundación Carolina, junto con la Coordinadora Regional de Investigaciones Económicas y Sociales (CRIES), organizó el webinar “Autonomía estratégica en América Latina y Europa: ¿por qué? y ¿cómo?”. El seminario contó con la presencia de Daniela Sepúlveda Soto, internacionalista y doctoranda en Ciencia Política en la Universidad de Minnesota; Miryam Colacrai, profesora de Relaciones Internacionales e investigadora principal del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de Argentina (CONICET); Élodie Brun, profesora investigadora del Centro de Estudios Internacionales del Colegio de México; y Francisco Javier Verdes-Montenegro, investigador de la Fundación Carolina. José Antonio Sanahuja, director de la Fundación Carolina, moderó el debate. El webinar continúa con el ciclo de sesiones que ambas entidades promueven para analizar el rumbo del sistema internacional en un mundo en cambio, así como la inserción de América Latina y la Unión Europea en el mismo. Esta segunda edición se centró en el debate sobre la “autonomía estratégica” en América Latina y Europa para conocer el significado actual de dicha autonomía, y cómo podría llevarse a cabo.
Pensar el concepto de “autonomía estratégica”
En su intervención inicial, la doctora Miryam Colacrai afirmó que la presente etapa de transición global nos sirve para repensar el concepto de “autonomía” y ponderar su utilidad. A este respecto, aludió al magisterio del profesor Juan Carlos Puig, quien ya en 1971 se refería a la autonomía en un sentido parecido al actual, desmarcándose de las corrientes mayoritarias de pensamiento de entonces. En aquella época, Puig hablaba de la “vocación autonomista” de América Latina, aludiendo a la búsqueda de vías de acción independientes frente a las dependencias de la región. Su análisis partía de dos supuestos: i) existen “supremos repartidores”, que organizan el sistema internacional, y ii) las élites nacionales han de asumir la responsabilidad de diseñar políticas de acción alternativa. Este planteamiento equilibraba el realismo con el progresismo, dado que, aunque entonces —en tiempos de Guerra Fría— parecía no haber más opción que alinearse con una de las dos potencias, se defendía que los países tenían margen para desarrollar capacidades progresivas, pensadas desde el reformismo, dirigidas a acortar distancias e influir en el sistema internacional.
Profundizando en el alcance del concepto de “autonomía estratégica”, Francisco Javier Verdes-Montenegro señaló tres hitos clave para entender su aplicación en la Unión Europea. El primero se encuentra en su Estrategia global de 2016, que supone un momento crucial en la redefinición de la proyección exterior de la Unión, aun cuando el concepto aparece todavía muy centrado en materia de seguridad y defensa.
El segundo hito enlaza con los efectos geopolíticos de la Administración Trump, que motivaron que la Unión Europea tomase conciencia de la necesidad de impulsar su autonomía, sobre todo tras la composición de la Comisión Von der Leyen, y las apelaciones del Alto Representante, Josep Borrell, a que la Unión haga suyo el “lenguaje del poder”.
“Tres hitos marcan la evolución de la ‘autonomía estratégica’ en la UE: su Estrategia exterior de 2016, la Administración Trump y la COVID-19”
Francisco J. Verdes-Montenegro
El último hito, que ha consolidado definitivamente esta exigencia, ha sido la pandemia de la COVID-19, cuya eclosión evidenció las carencias en las cadenas de suministro de, por ejemplo, equipos de protección individual (EPI), mascarillas o paracetamol, y la dependencia de la Unión de las industrias asiáticas. Además, el lanzamiento del non- paper firmado por España y Países Bajos a finales del mes de marzo de 2021 ha contribuido a que el concepto de “autonomía estratégica” se abra a otras dimensiones, 13 en total, y no solo a las de política exterior, seguridad y defensa, incorporando aspectos como la autonomía energética o la tecnológica.
Por su parte, Élodie Brun hizo referencia al politólogo Helio Jaguaribe, quien en 1969 sostuvo que los países de América Latina tenían, desde ese momento, 30 años para alcanzar su autonomía, y que si no lo lograban sería demasiado tarde. Para Jaguaribe, la “autonomía” tiene que ver con capacidades de viabilidad nacional y de permisividad internacional, puntos que entroncan con la perspectiva de Juan Carlos Puig. Partiendo de esta referencia, varios trabajos han insistido en los últimos años en la supuesta irrelevancia internacional de América Latina, en términos de población, volumen de comercio, capacidades diplomáticas y hasta de ideas y patentes. Todo ello en un contexto global restrictivo, debido a la creciente tensión entre Estados Unidos y China. No obstante, sin dejar de ser cierto, esta visión parte de un pensamiento muy clásico sobre el sistema internacional, en línea con un enfoque limitado a la narrativa de las grandes potencias, según una lógica de suma cero.
Frente a ello, y en el contexto actual de interdependencias crecientes, el grado de relevancia no puede limitarse a las capacidades tradicionales de los Estados: si se amplía la perspectiva, se observa que América Latina no es en absoluto irrelevante. Y es que, entre otras dimensiones, la región no solo es uno de los pulmones verdes del planeta y cubre unas reservas inmensas de agua dulce, sino que también es la zona del mundo con mayores flujos migratorios así como con mayores redes de narcotráfico.
Estas realidades son imprescindibles para analizar la política internacional en América Latina.
En consecuencia, hay que repensar el significado de la “autonomía” latinoamericana, según cada contexto, tal y como ya hicieron Roberto Russell o Juan Gabriel Tokatlian en los años 2000 —empleando el concepto de “autonomía relacional”— o Esteban Actis y Bernabé Malacalza, cuando más recientemente hablaban de una “autonomía líquida” que alude a las variaciones y flexibilidad de los países de la región.
“En un contexto de crecientes interdependencias, el grado de relevancia internacional de los Estados no puede limitarse a sus capacidades tradicionales”
Élodie Brun
Ciertamente, las élites políticas y económicas de América Latina continúan reproduciendo lógicas de dependencia porque les resulta rentable. México representaría el caso ejemplar, en tanto las relaciones económicas de sus élites con Estados Unidos determinan sus niveles de riqueza. Más aún, estas élites, también diplomáticas, todavía creen que las mejores ideas provienen del mundo anglohablante y esta falta de auto- confianza, en términos de conocimiento, representa un obstáculo para consolidar un sentido de “autonomía” en la región. Cabe matizar esta percepción —de acuerdo con Miryam Colacrai—, dado que existen “muchas Américas Latinas”, todas con sus peculiaridades y sus condicionamientos (al igual que existen “muchas Europas”). Y, por ello, la visión de la autonomía y de la posibilidad de una acción propia, puede ir creciendo al tiempo que se incrementa el grado de complejidad internacional, aprovechando los intersticios que dejan abiertos los sistemas de poder.
A este respecto, José Antonio Sanahuja puntualizó que países como México y Brasil, cuyas capacidades y peso deberían impulsar y liderar la articulación de un proyecto regional conjunto, no están asumiendo este rol, en detrimento de la condición de “actorness”, más allá del Estado, que podría tener la región. En efecto, según señaló Brun, el gobierno Brasil se ha alejado de su vocación de liderazgo, actitud que, junto con sus políticas económicas, está llevando al país a una situación de aislamiento inédito. Ello se evidenció en la última Cumbre del Clima, cuando el presidente de Estados Unidos abandonó el foro en el momento en el que Jair Bolsonaro comenzaba su discurso, y contrasta con la retórica oficial que emplea el Ministerio de Relaciones Exteriores, que sigue presentando a Brasil como un país líder, ya no a escala regional sino global.
“Autonomía estratégica” vs. “no alineamiento activo” y “neutralidad activa”
En el escenario de rivalidad global entre China y Estados Unidos, Daniela Sepúlveda apuntó cómo en la región se enfrentan dos perspectivas o tesis en discusión: el “no alineamiento activo” y la “neutralidad activa”. La propuesta del “no alineamiento activo” surge desde sectores progresistas, como respuesta a la guerra comercial entre Estados Unidos y China, y establece que, habida cuenta de la densidad de los vínculos económicos de la región con Estados Unidos, no cabe quebrar estas relaciones. Ahora bien, esto no significa que haya que menospreciar los lazos, crecientemente dependientes, respecto de China. El reto aquí consistiría en articular una convergencia latinoamericana que, no obstante, resulta bastante improbable debido al presente estado de fragmentación regional. La segunda propuesta, la de la “neutralidad activa”, procede de posiciones más conservadoras, y presupone la existencia de un orden bipolar excluyente. Ante él, cada país debe identificar sus intereses y definir su política exterior desde la búsqueda de la neutralidad. Esta tesis rechaza el multilateralismo y la cooperación internacional, e ignora asimismo la creciente fuerza económica de otras potencias emergentes como India, que pueden fortalecer el comercio Sur-Sur.
El problema de ambas tesis es que asumen la existencia de una “nueva Guerra Fría”, que no encaja con la distribución del poder que en realidad existe. De ahí que Sepúlveda reivindicase la adopción de la “autonomía estratégica” en América Latina, más aún tras la llegada de la pandemia por COVID-19, y ello en tanto dicha autonomía combina flexibilidad y realismo, y recurre a herramientas adecuadas para enfrentar los desafíos transfronterizos. En la actualidad, aunque el multilateralismo esté fragmentado, la política internacional sigue desenvolviéndose en marcos multilaterales, y además las amenazas más lesivas al interior de los países tienen un carácter transnacional. Por eso las estrategias de acción deberían de estar mediadas por el máximo grado de cooperación posible, descartando políticas de aislamiento en las que cada país busca blindarse frente al resto. Los/as panelistas coincidieron en gran parte con este planteamiento, que reconoce que el mundo no está dividido en bloques ante los que haya que insertarse, sino que estamos en un mundo complejo, “multicéntrico”, en palabras de James Rosenau.
El futuro de la “autonomía estratégica”
El impulso al concepto de la “autonomía estratégica” no ha estado exento de crítica. En Europa, tal y como subrayó Verdes-Montenegro, se ha llegado a afirmar que no es más que un eslogan, y que no tiene contenido. Es más, bajo esa línea crítica, se considera que el vínculo trasatlántico de la Unión Europea con Estados Unidos es tan fuerte que la “autonomía estratégica” es una mera quimera. Ciertamente, su contenido y alcance operativo están en disputa, puesto que es un concepto todavía en construcción, que todavía se define “en negativo” —frente a categorías con las que no debe identificarse: unilateralismo, independencia, autarquía, etc.—, aunque de lo que se trata es de ir acotando su significado acercándolo al sentido de no depender de grandes potencias.
Por otro lado, no cabe minusvalorar los avances que, en línea con esta visión, está liderando Europa, como, por ejemplo, en la normativa sobre inteligencia artificial, donde la Unión actúa como un poder regulatorio a escala global, siguiendo la idea del “efecto Bruselas” que emplea Anu Bradford.
Lo anterior enlaza con el redimensionamiento de la “autonomía estratégica” y el replanteamiento de nuevas lógicas de acción, las cuales —según indicó Sepúlveda— requieren de un Estado y de una diplomacia emprendedora, una idea que evoca las tesis de la economista Mariana Mazzucato. Esto implica apostar por enfoques integradores secundados por políticas innovadoras encaminadas a la construcción de coaliciones regionales y globales. Al mismo tiempo supone que, en vez de articular esquemas de asociación rígidos, o inconsistentes con un sistema multipolar, se han de construir modelos de vinculación flexibles con toda diversidad de actores (estatales, no estatales, sector privado, ONG, etc.).
De ahí el encaje de la “autonomía estratégica” con el despliegue de una diplomacia de nicho, esto es, de una diplomacia que enfatiza el establecimiento de relaciones exteriores a partir de las ventajas comparativas con que cuentan sus países. Así es como, ante la carencia del poder duro, que los distingue a las grandes potencias, los países pequeños y medianos pueden hacer valer su influencia internacional concentrando sus actividades diplomáticas en aquellos ámbitos o agendas que contribuyan a compensar sus debilidades. La profesora Colacrai respaldó esta perspectiva, haciendo asimismo hincapié en la vinculación de la “autonomía estratégica” con diversas áreas temáticas, y en su consecuente conexión con la diplomacia de nicho o, dicho de otra forma, con perspectivas pragmáticas. De este modo, incidió en que la región debería identificar un conjunto de objetivos, concretos y factibles, en los que pudiese ejercer una influencia exterior eficaz. Frente al error voluntarista de plantear de propósitos inalcanzables, se trata de definir metas que se pueden lograr.
En este sentido, el director de la Fundación Carolina, añadió que resulta crucial saber leer el mundo y realizar diagnósticos adecuados, máxime cuando el orden global se encuentra en una situación de cambio y la estructura del sistema internacional no está fijada.
“Es crucial realizar diagnósticos adecuados, máxime cuando el orden global está en transformación y la estructura del sistema internacional no está fijada”
José Antonio Sanahuja
Así, evocó dos momentos especialmente significativos para entender cómo se plantea ese problema en la región. En primer lugar, el momento en el que en América Latina llegaron al poder gobiernos liberal-conservadores que querían abrirse a la globalización justo cuando esta empezó a estar en cuestión, coincidiendo con el avance de políticas proteccionistas y el inicio de cambios sistémicos que alteraban los patrones productivos previos. El segundo momento alude a un presente en el que algunos actores insisten en prolongar un enfoque neoliberal —incluso tras la llegada de la COVID-19—, cuando otros actores ya están adoptando políticas con un mayor papel del Estado, como China, que está planteando un modelo de economía de doble circulación, mucho más centrado en su mercado interno: o Estados Unidos, donde se ha activado el amplio plan económico de la Administración Biden; o la Unión Europea con el Pacto Verde Europeo, que supone una clara apuesta por otro tipo de política económica.
La “autonomía estratégica” en las relaciones América Latina-Unión Europea
El último tramo de la sesión se centró en examinar la posibilidad de que, a escala birregional, América Latina y la Unión Europa pueden intensificar sus relaciones, en términos de “autonomía estratégica”. Se trata de explorar hasta qué punto este concepto resulta útil para reactivar el diálogo político, toda vez que puede servir para que ambas regiones acuerden acciones comunes en foros multilaterales sobre aspectos relativos, por ejemplo, a políticas medioambientales y de océanos (verde y azul, o “política turquesa”) o de agenda digital, evitando la subordinación ante las grandes potencias.
“Hay que resaltar la cooperación descentralizada en la que se entretejen valiosas relaciones subnacionales euro-latinoamericanas”
Miryam Colacrai
En este punto, la profesora Colacrai consideró que ello sería deseable, reconociendo que es posible ampliar los espacios de cooperación. En este sentido, no hay que menospreciar los frutos de la cooperación descentralizada en los que, más allá de las concepciones interestatales, se entretejen relaciones subnacionales euro- latinoamericanas igualmente valiosas. No obstante, remarcó que la asimetría entre ambos bloques impide hablar de interdependencia mutua, aparte de que la falta de consensos mínimos en Latinoamérica sobre aspectos clave (entre ellos, los medioambientales) restringe sus capacidades políticas.
En la misma línea, Élodie Brun manifestó su cautela ante el establecimiento de relaciones en clave de “autonomía estratégica”, debido, entre otras razones, al desajuste entre el peso de la Unión Europea en las instituciones internacionales —y de su capacidad como grupo para negociar reglas colectivas—, frente a la situación en la que se encuentra América Latina. Con todo, destacó el papel que Europa desarrolla en la región, aun poco visible, al objeto de reforzar su integración regional, y de promover los valores democráticos.
Por su parte, Daniela Sepúlveda afirmó en cambio la posibilidad de un espacio de diálogo político birregional, fundamentado en un acervo de relaciones de amistad y vínculos comerciales, de amplio recorrido histórico; conclusión a la que se sumó Verdes-Montenegro, quien asimismo se mostró convencido de que hay margen para impulsar una “autonomía estratégica” de carácter birregional. Más aún, en el escenario pospandemia hay que fortalecer estos vínculos, a partir de una voluntad política en la que los países asuman decididamente dicha visión estratégica. A través de la “autonomía estratégica” cabe justamente potenciar las capacidades políticas del Estado y de sus sistemas de cooperación, si bien es preciso que entre América Latina y Europa se establezca un grado mínimo de consensos —en protección de derechos humanos, medio ambiente y democracia— que orienten el signo de sus relaciones.
Al margen del contraste de pareceres, los/as panelistas reconocieron el recorrido que tiene por delante el concepto de “autonomía estratégica”, como noción fundamental para consolidar, en el terreno internacional, políticas de Estado resultantes de procesos deliberativos, que se consensuan para trascender los cambios de ciclo político, y que integran necesariamente componentes normativos y democráticos. A ello se agrega, según concluyó José Antonio Sanahuja, el modo en el que debe reinterpretarse el sistema internacional en clave de pospandemia. La COVID-19 ha puesto de manifiesto los riegos globales que todo el planeta comparte y, en consecuencia, se hace imperativo emprender una triple transición: una transición productiva y digital, que atienda especialmente al objetivo del empleo decente; una transición ecológica y enérgica justa, que no deje a ningún trabajador/a atrás; y una transición social, destinada a reforzar a las clases medias y que logre que la ciudadanía recupere la confianza en las instituciones. Se trata, pues, de una agenda compartida, que ha de poner al ser humano y a su entorno socio-natural en el centro del desarrollo, enlazando con la tradición latinoamericana que conecta la política exterior —y la autonomía— con las políticas de desarrollo.
Relatoría redactada por Alberto Urbina
Fundación Carolina