Artículo de Jesús Andreu publicado en El Huffington Post el 10 de mayo 2015
Probablemente por el asedio de la vorágine de noticias de consumo interno, a menudo sensacionalistas y de corto recorrido, la visita del vicepresidente de Brasil, Michel Temer, hace pocos días a España pasó casi inadvertida. Es una lástima que haya sido así, ya que nunca está de más ampliar el foco de atención sobre un país que la sociedad española desconoce más de lo que cree y al que -de forma similar a lo que nos pasa a nosotros- reducimos a un conjunto de tópicos facilones y antiguos, como el carnaval, el fútbol o la capoeira. Muy pocos españoles, por ejemplo, saben que Brasil constituye la séptima economía del mundo (inmediatamente después de Reino Unido), creyendo que todavía está por detrás de España.
Quizá esto sea una derivación de la injustificable ignorancia que se mantiene hacia Portugal, nación a la que afortunadamente cada vez vivimos menos de espaldas. No obstante, el agravante con respecto a Brasil estriba en tratarlo como a uno más entre los países iberoamericanos, cuando -sin dejar de serlo- se dan matices ante los que debemos ser sensibles. No se trata solamente de apreciar en su justa medida el lugar estratégico que ocupa la quinta nación más grande del mundo en territorio, con una población que supera los 200 millones de personas, que también, sino de no olvidarnos que hablamos de un país que cabe aupar como apropiado símbolo del auge de Iberoamérica y que ha aplicado unas políticas ejemplares (inclusivas y sostenibles) de lucha contra la pobreza, traducibles en la emergencia de una clase media pujante y creativa.
Sin embargo, es esencial ponderar un vínculo menos pasional que el que nos conecta al resto de la región, por lo que no conviene replicar perezosamente los mismos patrones de conducta, ni en política (la diplomacia es un juego de seducción en el que no conviene equivocarse con los sobreentendidos), ni en relaciones comerciales. Ciertamente, en el sector privado las empresas españolas han captado a la perfección la relevancia del país como actor global, convirtiéndolo en uno de los emplazamientos clave de sus exportaciones, al punto de que en 2013 Brasil se convirtió en el primer destino de nuestras inversiones. Por su parte, no hace falta incidir en la inteligente diversificación económica del país -posible gracias a su enorme extensión- que les ha hecho fuertes en agricultura, servicios e industria, aparte de conservar su peso energético. En paralelo, la nación destaca por una creciente corpulencia en I+D, según ilustran centros tan prestigiosos como los de Sao Paulo o Pernambuco y, consecuentemente, en cultura digital, donde la antigua capital de Recife ha pasado a ser una smart-city efervescente e innovadora.
Es verdad que Brasil vivió un momento de fama global hace un decenio, cuando nos sorprendía con películas tan brutales como Ciudad de Dios, crecía a ritmos trepidantes (superando en ocasiones el 5%), lideraba por encima de Argentina el Mercosur, presumía de triunfos diplomáticos -logrando la asignación de los JJOO de 2016- y Lula era mundialmente elogiado. No es menos verdad que esa moda parece haberse diluido, fruto de la relativa desaceleración económica y del impacto social de la corrupción en torno a Petrobrás. Pero por eso ha sido significativa la presencia del vicepresidente Temer, por cuanto ha venido a trasladar el marco de seguridad y estabilidad institucional en el que -más allá de coyunturas- ya está instalado Brasil, a las puertas de un nuevo ciclo de desarrollo en el que hay margen para que nuestros países dupliquen su comercio bilateral.
Me atrevo a añadir que resulta asimismo imprescindible redoblar la movilidad académica, con el fin no solo de impulsar el intercambio de talentos y la cooperación científica, sino de subsanar los malentendidos culturales que persisten inercialmente en los imaginarios de ambas sociedades. El afianzamiento de un espacio iberoamericano en el que la hispanosfera y lusosfera avancen en calibrada alineación así lo exige.