La fábula del contrato social sirvió para sistematizar ideas y sentimientos que estuvieron presentes en la constitución de las sociedades modernas. En un contexto revolucionario y de cambios radicales, se buscó explicar el origen de las sociedades, el poder y la moral. A partir de esta estrategia heurística, se sistematizó un sentido común donde los seres humanos se trataban como iguales y se exigían respeto mutuo, lo cual sirvió para articular exhortaciones normativas y explicitar un deber ser, una promesa de un futuro más igualitario, más liberador, más fraternal que el pasado feudal. Los ordenamientos jurídicos, constituciones y códigos legales recogieron este espíritu y los Estados, a lo largo de los siglos venideros, asumieron funciones y roles activos en la construcción de esos anhelos.
El desarrollo de la idea de ciudadanía, la construcción de la paz social y la integración de individuos diferentes en un marco de sentido compartido derivó en la consolidación de los Estados de bienestar en el siglo XX y resultó, al menos durante un tiempo y para algunos, un efectivo pegamento social. Hoy, en las sociedades contemporáneas, el deseo de una mayor igualdad, justicia y fraternidad del contrato social sigue estando presente, pero hay menos claridad sobre la eficacia de este contrato como condensador normativo que inspire jurídica y políticamente las acciones de gobierno y garantice la pervivencia del Estado de bienestar.
El pacto social original resulta insuficiente e injusto en la actualidad. Para empezar, de él quedaron excluidos quienes no se consideraron productivos: mujeres, ancianos, personas con discapacidad, niños, indígenas, poblaciones marginadas y las criaturas no humanas. Para seguir, el contexto social, político y económico ha variado de firma exponencial, e incluso radical: hay nuevos clivajes políticos y el avance de la globalización, la financiarización de la economía, el incremento de la automatización y los servicios, las migraciones internacionales, etc., han modificado las bases en las que se cimentaba el contrato social. Como resultado, los ejes estructurantes de la configuración social y política —como la propia idea de ciudadanía, el acceso al bienestar, el reparto de las tareas productivas y reproductivas, el trabajo como eje de derechos o las fronteras de lo político— están hoy bajo debate.
Los vacíos, las exclusiones y las urgencias más actuales evidencian la necesidad de un nuevo contrato social para garantizar la paz, la libertad, la igualdad y la fraternidad. Hace falta un nuevo marco de entendimiento, compromiso y responsabilidad orientado en valores y que dé sentido a las acciones colectivas de futuro. Podemos llamarle “contrato”, si deseamos mantener el léxico decimonónico propio del derecho privado, “acuerdo social y político”, si queremos actualizarlo, o utilizar otras fórmulas. Lo cierto es que, además de esta empresa normativa, cultural y simbólica, se necesitan medidas institucionales y políticas públicas que combatan las inseguridades y desigualdades múltiples que enfrentan las personas y que han llegado muchas veces a naturalizarse.