Foto: Adam Fagen
“La Constitución no hace ninguna referencia al aborto… es hora de hacer caso a la Constitución y devolver el tema del aborto a los representantes electos del pueblo…”. Estas expresiones forman parte del borrador de opinión mayoritaria redactado por Samuel Alito de la Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos y filtrado hace unas semanas. El fallo, de publicarse, revocaría la sentencia “Roe vs. Wade” de 1973 y eliminaría la protección constitucional federal del derecho al aborto a partir de la cual cada Estado decidiría si restringe, limita o prohíbe el aborto.
Después de más de 50 años, ¿por qué esa obsesión en recortar derechos de salud reproductiva y, especialmente, restringir el aborto? La respuesta es que estos derechos humanos, asociados a la salud, a la libertad, a la vida y a la educación desactivan normas sociales, desafían expectativas y ponen en cuestión el tramado simbólico de una sociedad, esto es: lo que se espera de las mujeres y el rol que se les quiere asignar. El aborto es la punta de lanza de una revolución que buscó y sigue buscando: a) visibilizar la violencia que hay detrás de muchos embarazos no deseados, b) reconceptualizar la maternidad y los roles de género, y c) repensar un ejercicio de la sexualidad femenina centrado en el goce.
Por eso, un conjunto de fuerzas heterogéneas como son las extremas derechas emergentes, los populismos (de derecha, pero también de izquierdas), y los evangelistas se articulan con los conservadurismos y actores religiosos tradicionales para combatir la “ideología de género”. Para hacerlo, utilizan narrativas que argumentan defender la vida y la familia de los totalitarismos marxistas, la nación de las injerencias externas y los lobbies abortistas, o los derechos humanos verdaderos y las necesidades reales de las mujeres, en el marco de una batalla cultural.
En América Latina, la oposición a este derecho se ejercita tanto preventiva como profilácticamente, cuando el derecho no está reconocido, como de forma contestataria y combativa, cuando el derecho sí está reconocido pero se busca obstaculizar su ejercicio o menoscabar su implementación.
En el marco del accionar político institucional, las estrategias de bloqueo tanto preventivo como contestatario más tradicionales son las acciones de lobbies y cabildeo (llamadas y reuniones con parlamentarios, contratación de personas vinculadas a organizaciones civiles de asesores en comisiones parlamentarias, y presión en foros y organismos internacionales como la Organización de Estados Americanos, OEA) y la judicialización de reclamos (amparos y medidas cautelares que buscan paralizar normativas y bloquear protocolos sanitarios). A estas se suman herramientas que, aprovechando también los canales institucionales y democráticos, se utilizan para exhibir resistencia y presionar a parlamentarios y gobiernos a no aprobar el aborto así como a recortarlo, como son las peticiones de firma, las manifestaciones multitudinarias antiderechos que toman las calles o las demostraciones en espacios públicos, como las oraciones frente a clínicas que practican interrupciones del embarazo.
El vaciamiento y resignificación de las políticas de salud sexual y género es la estrategia preferida de gobiernos que no tienen fuerza para derogar las políticas previas y, por tanto, buscan menoscabar su implementación. El caso más emblemático es el de Brasil. Jair Bolsonaro, elegido presidente en 2018, encomendó el Ministerio de la Mujer, la Familia y los Derechos Humanos a la pastora Damares Alves, quien: a) recortó sustancialmente el presupuesto dedicado a políticas de género (de 119 millones de reales en 2015, a 5,3 millones en 2019); b) centró todas las acciones en la noción tradicional de familia, asignando un nuevo significado a los derechos humanos que erosiona la igualdad, la no discriminación, la pluralidad y la autonomía individual que los sustenta; c) desmontó los programas de lucha contra la violencia de género e invirtió esos recursos en proteger la vida desde la concepción y en financiar grupos evangélicos; y d) creó el Observatorio Nacional de la Familia en 2020.
De preocupante actualidad son también las declaraciones por parte de gobiernos democráticos de territorios o instituciones como “provida”, que bloquean la entrada del debate en la agenda política, introducen propuestas antiderechos en los programas electorales de partidos tradicionales, configuran plataformas políticas conservadoras en los parlamentos y utilizan los medios de comunicación y las redes sociales digitales para distribuir información fraudulenta y hostigar a quienes defienden el aborto.
Lo asombroso, tanto en el borrador que se ha filtrado en Estados Unidos como en el resto de prácticas mencionadas a lo largo y ancho de América Latina, es que para recortar los derechos de las mujeres se invoque, no solo la importancia de retornar al poder del pueblo y la cultura arraigada (cuando las encuestas demuestran lo contrario), sino incluso la lucha antirracista (en el borrador de Alito se deslizan citas donde se prueba que, históricamente, algunos de los partidarios del aborto han estado motivados por el deseo de suprimir el tamaño de la población afroamericana). Esta lógica instrumental de recurrir a una causa para, en realidad, defender otra diferente se ha vuelto común también en Europa a partir del auge de los femonacionalismos. Los derechos de las mujeres se invocan como bandera para promover políticas xenófobas y antimigratorias por parte de partidos de derecha radical y, lo que es más inquietante, por mujeres que dicen representar a las mujeres reales.
Ante el temor a perder lo conquistado y la necesidad de revertir el agravamiento de las desigualdades de género tras la pandemia, es preciso subrayar dos cuestiones que, aunque evidentes, suelen pasarse por alto. La primera es que la legalización del aborto se hace no solo en tanto derecho humano individual que permita a las mujeres disponer de forma autónoma del cuerpo, sino también en tanto problema de salud pública y de justicia social, que iguale a quienes tienen recursos y pueden practicarse abortos seguros con aquellas otras personas que, mediante prácticas inseguras, ponen en riesgo su salud y terminan presas, si es que no mueren en el intento. Prohibir el aborto no es acabar con el aborto, sino poner fin a las prácticas seguras.
En segundo lugar, es urgente que los demócratas asuman que, cuando se cuestionan o amenazan los derechos de salud sexual y reproductiva, no solo pierden las mujeres, sino que pierden todos, pierde la democracia. El peligro de recortar o bloquear derechos no debe ser una preocupación que active a las afectadas, sino un desvelo para quienes deseen vivir en regímenes de derechos que consagren la libertad, la igualdad y la fraternidad como principios motores. El desasosiego que despierta la filtración del borrador y la evidencias de prácticas como las antes descritas deben movilizar a todas y todos aquellos que aspiren activamente a un mundo donde seamos socialmente iguales, humanamente diferentes y totalmente libres.