El tercer seminario del ciclo “Diálogos con América Latina” organizado por la Fundación Carolina junto con Casa de América, y celebrado el 18 de diciembre, se centró en cuestiones de democracia y constitucionalismo en la región. El encuentro contó con la participación de la economista, Marta Lagos, directora ejecutiva del Latinobarómetro, y del politólogo Carlos Closa, profesor de la Escuela de Gobernanza Transnacional del Instituto Universitario Europeo de Florencia. La moderación del debate corrió a cargo del ministro de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación, Josep Borrell.
El ministro abrió el Seminario enmarcando la reflexión en el contexto de los resultados que ha suministrado el último Latinobarómetro —hecho público en noviembre de 2018— y valorando el papel que pueden jugar las élites y los agentes internacionales ante el deterioro de la percepción sobre la democracia que se constata en la región. Josep Borrell recordó que, según los datos de la encuesta, solo el 48% de los latinoamericanos afirman preferir la democracia a otras formas de gobierno y que el porcentaje de personas insatisfechas con el funcionamiento de la misma ha pasado del 51% en 2009 al 71% en los últimos 10 años. Tales cifras requieren una análisis profundo sobre sus causas y efectos en un momento en el que el atractivo que suscita el sistema democrático se ve amenazado, y no solo en América Latina, por el auge de modelos políticos alternativos, de corte populista y autoritario.
Los datos del Latinobarómetro
Un buen punto de partida para rastrear los orígenes de la desafección política en la región consiste en recurrir a la serie histórica de sondeos que viene realizando el Latinobarómetro desde el año 1995. En este sentido, su directora ejecutiva indicó que los datos negativos de respaldo a la democracia no hacen sino consolidar una tendencia que se inició hace casi una década. Fue entonces, a partir de 2010 —tras la crisis desencadenada dos años antes— cuando los latinoamericanos empezaron a manifestar recelos en tanto sus expectativas de protección y movilidad social no se veían satisfechas. Debe tenerse en cuenta que la sociedad latinoamericana había experimentado previamente un ciclo de crecimiento, unido a una ampliación de sus libertades políticas y civiles. No obstante, tales progresos no llegaron a verse acompañados por un afianzamiento de sus garantías sociales, de modo que la desaceleración e incluso —en algunos casos— la recesión económica fue agravando el desajuste entre las demandas de la población y la capacidad de provisión de servicios sociales de los gobiernos. A este descontento se ha agregado la alta percepción sobre la corrupción política, fruto de los numerosos escándalos que han ido saliendo a la luz en el continente.
Cómo recordó Marta Lagos, en la actualidad 19 expresidentes de la región están, o bien presos, o bien siendo investigados, al punto de que algunos han pedido asilo en otro países. Con todo, y al margen de los casos concretos, la constante que se ha reiterado en muchos países ha sido la del intento por parte de los gobernantes de perpetuarse en el poder, modificando si era preciso los mecanismos de limitación de mandatos que paradójicamente ellos mismos habían establecido en el pasado. Estos fenómenos son los que en gran medida explican que, de acuerdo con el Latinobarómetro, el 79% de los latinoamericanos consideren que sus gobiernos trabajan para su propio beneficio en lugar de hacerlo para la mayoría de la sociedad. A su vez, este aspecto plantea el interrogante sobre la responsabilidad de las élites, por cuanto la clase política ha bloqueado su auto-renovación, su revitalización, y no se ha abierto a la incorporación de nuevas generaciones, lastrando en consecuencia su función representativa.
La influencia de las organizaciones internacionales
Antes de entrar en el debate sobre el rol de las élites, el profesor Calos Closa introdujo una reflexión complementaria, en torno al impacto de las organizaciones internacionales y de los procesos de integración sobre la consolidación de los sistemas democráticos. La premisa, que evidencia la experiencia política de las últimas décadas, afirma que la articulación de estructuras de integración supranacionales fortalece el arraigo de instituciones democráticas, como se ha comprobado tanto en la Unión Europea (UE) como en América Latina. Sin embargo, esta constatación está sometida en la actualidad a la presión de las tendencias iliberales. Por ello, de lo que se trata es de analizar la capacidad de los mecanismos de los que disponen las organizaciones internacionales para evitar el deslizamiento de sus Estados miembro hacia formas no democráticas.
En efecto, la mayor parte de estos organismos —tanto europeos, como africanos o americanos— cuentan con cláusulas de protección de la democracia, que se activan bajo forma de sanciones. En el caso latinoamericano, la primera institución a la que debe hacerse referencia es a la Organización de Estados Americanos (OEA), creada en 1948, cuya cláusula democrática se diseñó en un contexto marcado por la Guerra Fría. Así, en virtud de la influencia de EEUU, la OEA introdujo un mecanismo de sanción de neto perfil anti-comunista que, pese a desaparecer en su versión actualizada en los años noventa, ha hecho que su noción de democracia haya estado —para muchos de sus integrantes— ideológicamente sesgada. Ello en parte menguó la legitimidad institucional de la OEA como organismo verdaderamente eficaz para garantizar la democracia. Las otras dos organizaciones regionales, más recientes, a las que hay que aludir son Mercosur y Unasur, cuyas cláusulas democráticas han estado igualmente cargadas de ideología, siguiendo ambas una evolución similar. Mercosur estableció en un primer momento un mecanismo sancionador vinculado al concepto de democracia en auge en los años noventa, que ligaba liberalismo político con desarrollo económico y apertura comercial. Desde este punto de vista, las infracciones a la democracia procedían ante todo de las amenazas de golpes de Estado de tipo militar. Ahora bien, a partir de los años 2000, cuando la mayoría de los gobiernos de Mercosur giraron hacia la izquierda, se activó un nuevo mecanismo de protección que asimismo respondía a motivaciones de cuño ideológico. La noción de democracia que brotó entonces adoptó un cariz firmemente social, identificando en los grupos de presión, los poderes fácticos y las oligarquías, los elementos que la podían poner en riesgo. Esta oscilación queda plasmada en los tratamientos que, por ejemplo, se dieron a las crisis planteadas en Paraguay, primero ante el intento de golpe de Estado del general Oviedo en 1996 y, en segundo lugar, ante la moción contra el presidente Lugo en 2012. Otra ilustración de este rumbo errático se observa en los cambios de postura ante la deriva del régimen venezolano.
El problema, como señaló Carlos Closa, es que tales variaciones no contribuyen a apuntalar la credibilidad de las organizaciones internacionales, toda vez que la eficacia de las cláusulas de protección parece depender al cabo de quién las invoque y cuando lo haga. Su interpretación queda al albur de las alternancias que se producen en los gobiernos, en lugar de responder a decisiones consensuadas. Bajo este ángulo, las actuaciones supranacionales corren el peligro de arrastrar un componente intergubernamental que en última instancia se subordina a acuerdos concretos entre los jefes de Estado y de Gobierno. Por ello, con el fin de que no sean percibidas como instrumentos al servicio de quienes ocupan el poder y de que no pierdan legitimidad democrática, estas organizaciones han de abrirse a la sociedad y deben involucrar más activamente a los grupos de oposición. Al mismo tiempo, no hay que perder de vista las limitaciones que adolecen las capacidades sancionadoras, frente a la mayor funcionalidad que presentan los incentivos, como mecanismos de promoción de la democracia. En paralelo, la gestión de los organismos internacionales ha de lidiar con el debate sobre el intervencionismo, que siempre condiciona su margen de actuación. Ahora bien, según indicó Marta Lagos, la comunidad internacional no puede permitirse ser tibia cuando se registran deficiencias democráticas en los procesos electorales.
Los valores de la democracia
Ciertamente, el propio significado del concepto de democracia ha estado sujeto a controversia. Y posiblemente en América Latina se ha manejado a menudo una noción idealizada del mismo, además de que especialistas y expertos hayan podido pecar de ingenuidad, presuponiendo que la instauración de un sistema democrático implicaría automáticamente la aparición de actitudes democráticas. Además, la clase política ha solido limitar su elogio a la democracia a aquellos momentos en los que ejercían del poder, y la ciudadanía ha tendido a identificarla con el avance de sus derechos. Tales interpretaciones restringen el significado de la democracia y dan a pie a justificar su repudio cuando los grupos políticos se encuentran en la oposición o cuando parte de la sociedad se ve desfavorecida en tiempos de recesión. Por descontado, es imprescindible mantener una mirada crítica hacia los gobiernos democráticos y, en este sentido, que solo el 5% de la población latinoamericana considere que vive en una democracia plena no es una mala noticia. Las complicaciones surgen cuando, junto con ello, aparecen datos que arrojan que el 23% de los paraguayos o el 21% de los chilenos reconocen que su modelo de gobierno preferido es el autoritario.
En el marco de este debate, Carlos Closa recordó que la noción de democracia está basada en dos valores clave: la libertad y la igualdad. La dificultad principal reside en que, si bien en la mayoría de los sistemas democráticos el valor de la libertad queda en mayor o menor grado garantizado, no ocurre lo mismo con el valor de la igualdad. Y es que la igualdad se puede interpretar bien en un sentido formal —de generación de un entorno institucional que propicie la igualdad de oportunidades— o bien en un sentido más sustantivo, de mejora de las condiciones vitales de las personas. A ello se suma el efecto que introduce el indicador de la “privación relativa” y que apunta al factor de la percepción de la desigualdad. De acuerdo con él, aunque las condiciones de vida mejoran, la insatisfacción de cara al sistema crece si se constata que las condiciones de una pequeña parte de la población crecen aún más. Esta dimensión explica que las democracias más sólidas sean aquellas en las que los niveles de desigualdad son inferiores y donde la percepción de privilegios y de diferencias inaceptables es menor. Todo sistema democrático ha de enfrentarse, por tanto, al reto de equilibrar y dotar de contenido a los valores de la libertad y la igualdad, a partir de políticas públicas que los hagan tangibles. Para ello es clave articular consensos sociales e ideológicos en los que el papel de las élites es muy importante.
¿La traición de las élites?
Uno de los aspectos que más polémica suscita consiste en el grado de responsabilidad que cabe achacar a las élites políticas sobre la desafección ciudadana y no solo por los casos de corrupción que han sacudido a la región. Según apuntó Marta Lagos, América Latina ha carecido de líderes que hayan hecho pedagogía de lo que supone —normativa e institucionalmente— vivir en democracia. De este modo, no sería desatinado interpretar el rechazo que la ciudadanía expresa ante la clase política como un fenómeno correlacionado con su falta de capacidad representativa. De los datos que muestran que la confianza en los parlamentos o en los partidos políticos se sitúa, respectivamente, en porcentajes del 14% y del 10%, no se deduce que los latinoamericanos no sean demócratas; antes bien, tales cifras dan cuenta de cómo las élites se han olvidado del pueblo, aferrándose a sus cargos de poder. En este sentido, los casos de Ecuador y Bolivia resultan sintomáticos, debido a que la misma élite que lideró la transformación de sistema ha sido la que al cabo del tiempo lo ha pervertido, forzando reformas para mantenerse en el poder. De ahí que, según recordó el ministro Borrell, quepa hablar de una especie de “traición de las élites”.
Sin embargo, es conveniente matizar todo tipo de conclusiones taxativas, en tanto las clases políticas están conformadas por personas que proceden de la misma sociedad en la que operan, por lo que comparten el mismo equipamiento de valores y capacidades cognitivas que sus conciudadanos. El argumento de fondo es que las élites no generan unos valores independientes de los valores sociales. A su vez, es necesario subrayar que la solución ante las conductas corruptas debe articularse precisamente desde el nivel gubernamental, diseñando políticas tendentes a corregir las deficiencias del sistema. Según esta línea de argumentación, el profesor Closa presentó las dificultades inherentes a esta problemática por cuanto en gran medida el éxito de las reformas depende del compromiso de unas élites de tipo “heroico”, esto es: de la involucración de personas que renuncian conscientemente a aprovecharse del mismo sistema del que —por formación, experiencia y capacidades— podrían beneficiarse y se sacrifican por su sociedad apelando a unos valores supremos. Las bajas probabilidades de que surjan estos liderazgos heroicos explica, en sentido contrario, la aparición de dirigentes populistas que recurren a una narrativa antagónica. Figuras como Bolsonaro o Trump crecen porque se presentan como vengadores justicieros ante los políticos que no se han conducido heroicamente. No obstante, este tipo de liderazgos corren asimismo el riesgo de resultar fallidos puesto que, en todo caso, los cambios no se logran con medidas extremas, sino que responden a ajustes progresivos, acumulativos, que llevan mucho tiempo, hecho que lógicamente desafía la paciencia de la ciudadanía y de ahí la tensión en la que en la actualidad se desenvuelve la vida política. Una tensión que, por lo demás, parece desbordar los clásicos esquemas ideológicos que nos hablan de ciclos pendulares de derecha y de izquierda.
En el análisis de Marta Lagos la cuestión de las ideologías simboliza una de las grandes cortinas de humo que impide entender la realidad en la región. De nuevo, el dato de partida lo proporciona el Latinobarómetro, que muestra cómo entre el 40% y el 45% de la población de algunos países no se ubica en el espectro izquierda/derecha, dado que su única preocupación es salir del estancamiento en el que se encuentra. Bajo este enfoque, tanto el liderazgo de Bolsonaro, en Brasil, como el de López Obrador, en México, aunque se levanten sobre argumentos opuestos, pueden interpretarse según la misma matriz explicativa. Y es que el escenario en el que se mueven es muy similar y ambos se presentan como outsiders: figuras de fuera del establishment que tratan de suplir lo que el sistema no ha podido solventar y afrontan problemas que llevan años instalados en sus países. A su vez, el panorama geopolítico reduce mucho sus espacios de actuación, toda vez que López Obrador va a heredar un nuevo tratado comercial con EEUU y Bolsonaro, aunque preconice un modelo económico ultra-liberal, ha de afrontar la negociación de los acuerdos comerciales con la UE, lo que determinará el alcance de sus medidas. Las expectativas sobre grandes modificaciones ideológicas han de ser atemperadas; más aún en un momento en el que la ascendencia de las élites intelectuales y su influencia para modelar los discursos e incidir sobre propuestas de cambios o reformas es decreciente, frente al peso cada vez mayor de las redes sociales.
El impacto del constitucionalismo
Al hilo de las posibilidades de regeneración de los valores sociales, la reflexión debe abrirse a la repercusión de la esfera jurídico-política sobre la calidad del sistema institucional. Diego López Garrido, catedrático de Derecho Constitucional y vicepresidente ejecutivo de la Fundación Alternativas se unió a la conversación recordando la amplitud de las reformas constitucionales instauradas en países como Bolivia, Colombia, México o República Dominicana, dando lugar a lo que se conoce como el neo-constitucionalismo latinoamericano. El calado de estas reformas, activadas para fortalecer la defensa de los derechos fundamentales, se plasma en el establecimiento de un conjunto de garantías jurisdiccionales de los mismos, superior a las que ofrecen las constituciones europeas. Y aunque es cierto que estos avances todavía no se reflejan en la vida civil de la región —como si el mundo jurídico-constitucional fuese por delante del mundo político y social—, acaso este aspecto pueda proporcionar una cierta oportunidad de cambio y saneamiento del sistema. Es posible identificar varios factores que explican por qué los frutos de estas reformas están tardando en aparecer y no llegan a la ciudadanía. Marta Lagos indicó que las estructuras de la administración pública en América Latina siguen siendo débiles, de modo que aunque las constituciones puedan modifican la configuración del poder de una sociedad, es preciso una burocracia eficaz, que acompañe al ejercicio de los gobiernos para que estos sean capaces de imponer a ley. Sin embargo, el paulatino perfeccionamiento de los sistemas de justicia ofrece sin duda lugar para la esperanza. Por otro lado, es necesario señalar que las constituciones no dejan de ser instrumentos en manos de los actores políticos. Así lo subrayó Carlos Closa, y de ahí que constituciones que no son excelentes —como la estadounidense, que lleva funcionando 200 años— puedan propiciar la fluidez de la vida sociopolítica, mientras que la constitución india —la más larga del mundo— genera complicaciones reiteradas, y no por su propio diseño sino porque los actores políticos no acomodan su pauta de actuación a la norma básica. Con todo, los actores del ámbito jurídico en la región han ido cobrando una relevancia creciente que no cabe minusvalorar. Por ejemplo, el Tribunal Constitucional colombiano ha logrado incrementar su prestigio gracias a un sólido activismo en materia de pluralismo y derechos indígenas. Tampoco hay que olvidar el papel de los jueces en Argentina en el contexto de las investigaciones sobre desapariciones forzosas. Actuaciones como estas dotan al poder judicial de una legitimidad social muy provechosa de cara al robustecimiento del Estado, en tanto los tribunales contactan directamente con las prioridades, intereses y necesidades de la ciudadanía. Y aunque quizá tales progresos no se han implantado de manera sistemática ni de forma extensa, sí que están siendo notables y dan pie al optimismo.
En definitiva, el constitucionalismo establece límites al ejercicio del poder y por ello es una buena herramienta de lucha contra la corrupción. Pero es imprescindible que la norma básica se vea completada por medidas adicionales: de refuerzo de las garantías de independencia del poder judicial; de articulación de instrumentos de escrutinio institucional y monitoreo constante; o de creación —por retomar cuestiones planteadas anteriormente— de mecanismos internacionales de buenas prácticas. A su vez, no resulta inoportuno contemplar la situación latinoamericana retrospectivamente, puesto que aunque la percepción del presente pueda resultar pesimista, los datos socioeconómicos no respaldan la opinión de que se esté peor que en el pasado. Es preciso, pues, reflexionar sobre la capacidad real de los sistemas políticos para generar los bienes a los que la ciudadanía aspira, teniendo además en cuenta el contexto global de transformación de los sistemas productivos, de disrupción tecnológica, etc. Al mismo tiempo, y aunque siempre es difícil acertar con los diagnósticos, hay que abandonar esa visión sobre el porvenir de la región, que proyecta en ella la misma narración evolutiva e integradora que recorrió Europa. América Latina tiene un camino propio que no repite el pasado y que no emula modelos ya existentes.
Relatoría redactada por José Andrés Fernández Leost
Fundación Carolina