Educación superior en Iberoamérica: reformular el presente, anticipar el futuro

Al igual que en otros ámbitos, la irrupción de la COVID-19 está marcando un antes y un después en el campo de la educación superior, cuya evolución vendrá determinada por las estrategias de salida que ya se están adoptando. En este terreno, la situación de los sistemas universitarios en América Latina resulta especialmente delicada, habida cuenta del enorme impacto socioeconómico que está produciendo la pandemia. Cabe recordar cómo, en tiempos pre-COVID, aun siendo desigual, el escenario era prometedor. Las aulas registraban más de 27 millones de estudiantes y el volumen de matriculaciones se había más que duplicado entre el año 2000 y el 2015 (del 21% al 45%). Este incremento se constataba asimismo del lado de la oferta, con un aumento notable de centros formativos y programas académicos en el mismo periodo. Ello, además, venía acompañado por un acceso más equitativo a la formación superior, al punto de que en 2015 más del 60% del alumnado era la primera generación de sus familias que cursaba estudios superiores (Ferreira et al., 2017).

Obviamente, pervivían algunas carencias, tanto formales (muchos de los nuevos centros no respondían a estándares mínimos de calidad), como de contenido (la oferta en ingenierías y en disciplinas científico-técnicas quedaba desequilibrada frente a las ciencias sociales), o de igualdad (esas “primeras generaciones” son las que tenían más dificultades para completar sus estudios). A ello se sumaban otras insuficiencias de carácter institucional, entre las que destacaba la dilación de un acuerdo regional en materia de reconocimiento de títulos —adoptado finalmente en el Convenio de Buenos Aires en 2019— o el bajo porcentaje de movilidad internacional: en 2017, la región computaba 170.00 estudiantes internacionales (entrantes) y 300.000 estudiantes salientes (frente los 70.000/50.000, registrados solo en España) (http://uis.unesco.org/en/uis-student-flow); y menos del 40% de ellos, además, se desplazaba a otros países de la región (IESALC, 2019).

Entonces llegó la pandemia. La declaración oficial de la COVID-19 como tal, en marzo de 2020, supuso un punto de ruptura, marcado en primera instancia por la crisis sanitaria y la incertidumbre. En el campo académico, los confinamientos implicaron una transición forzosa a la enseñanza online, produciendo un conjunto de efectos consabidos: reducción de la calidad formativa, debido la ausencia de una planificación previa y a la carencia de capacidades tecnológicas o docentes; e incremento de las desigualdades derivadas de la brecha digital, a los que se agregaban los impactos socio-psicológicos sobre una juventud que, a falta de certidumbres, así como por razones económicas, veía frustradas sus expectativas de futuro (Pedró, 2020).

Poco después, cuando empezó a apreciarse el alcance multidimensional de la pandemia, las previsiones no mejoraron. En este sentido, en la actualidad preocupa especialmente la repercusión de la crisis educativa en los niveles de pregrado, que no solo afecta al desarrollo de las competencias básicas de aprendizaje, sino que se agrava por el aumento de una deserción escolar que siempre empieza perjudicando a los estratos más vulnerables y que, por ende, paralizará a futuro su entrada a la universidad. Huelga insistir en las consecuencias, no solo para la viabilidad de los centros, sino ante todo en términos de crecimiento económico, de cohesión social y, en definitiva, del propio modelo de desarrollo (Banco Mundial, 2021). Desde este punto de vista, resulta evidente que toda respuesta sectorial que no se inserte en un paquete integral de políticas públicas —preferiblemente supranacional— no tendrá recorrido.

Cabe blandir el ejemplo del Plan de Recuperación de la Unión Europea (https://ec.europa.eu/info/strategy/recovery-plan-europe_es), planteado desde una perspectiva holística (verde y digital), que ha sumado 5.000 millones de euros a la partida de investigación científica Horizonte Europa (desde los 86.000 ya previstos), y que ha incrementado en 6.000 millones el presupuesto del programa Erasmus respecto al ciclo anterior. Por supuesto, no se trata de prescribir la misma receta a una región carente de un marco institucional análogo. Pero sí de subrayar que la educación superior debe figurar como un componente nuclear en los planes de estímulo pospandemia.

En rigor, fomentar el conocimiento científico habría de ser consustancial a toda democracia, puesto que su práctica incita de por sí al espíritu crítico, esto es, a la aplicación de métodos de contraste y verificación que no responden a más autoridad que la de la validación experimental. De lo que se trata ahora es de impulsar su inversión, justo en un momento en el que la ciencia se ha revelado indispensable, ya no solo para crecer (económica y socialmente), sino para garantizar la salud (desarrollando vacunas), y para proponer fórmulas innovadoras de convivencia. Pero para ello es preciso forjar consensos nacionales, que involucren a rectores/as, organizaciones de estudiantes, agencias de calidad y docentes, en aras de rediseñar procesos de aprendizaje, itinerarios curriculares y modalidades de enseñanza y educación pública que, en mayor o menor medida, habrán de discutir su adaptación a formatos virtuales (IESALC, 2020).

El debate profesional y académico, volcado en la preocupación por garantizar la continuidad pedagógica, giró durante la pandemia, y aún lo hace, en torno a las fórmulas de adaptación tecnológica a las necesidades del momento; al carácter híbrido de los procesos de enseñanza y aprendizaje; y al valor de la presencialidad como indudable activo pedagógico. Sobre estos asuntos, precisamente, la Fundación Carolina acaba de publicar un volumen colectivo en el que se presenta una pluralidad de propuestas, tanto de naturaleza teórica como práctica, a fin de estimular la reflexión y la deliberación pública (Fundación Carolina, 2021).

Tal replanteamiento no podrá, por lo demás, desatender el fortalecimiento de la internacionalización académica, toda vez que, en la cooperación internacional, es decir, en el intercambio de saberes y la generación de equipos globales de investigación, se consolida el rasgo universal de la ciencia. Ciertamente, si establecer grandes pactos a escala estatal ya resulta complejo, más aún es lograrlo a nivel intergubernamental, máxime cuando en la región persisten las divergencias internas, todavía si cabe más acusadas. No obstante, la movilidad académica internacional seguirá constituyendo en la pospandemia un instrumento valioso que afirma la excelencia de los aprendizajes como una aportación al bien común, que fortalece la creación de potentes redes académicas horizontales, y que promueve la generación de impactos positivos en términos de desarrollo.

La adopción del citado Convenio de reconocimiento de títulos, que actualiza y amplifica (de 11 a 23 países) el suscrito en México en 1974 —aun en curso de ratificación— abre las puertas a relanzar esta movilidad (UNESCO, 2019), siempre que venga acompañado por una conveniente coordinación de los múltiples programas (nacionales, bilaterales o multilaterales) prexistentes. Se trata de articular una estrategia de movilidad que cuente con programas diversos de carácter subregional (Perrota, 2019); que incorpore la miríada de iniciativas que —con mayor o menor grado de formalización— gestionan las propias universidades; y que, en el ámbito iberoamericano, reconoce un activo espacio del conocimiento, compartido por las instituciones académicas de la región y promovido por sus organismos de cooperación multilateral (SEGIB, OEI).

La dinamización intrarregional e iberoamericana del conocimiento dependerá, con todo, de los ritmos de reapertura de las fronteras, condicionados a su vez por los avances en vacunación; del rendimiento de los proyectos en marcha de “movilidad virtual” (ligados asimismo a enfoques de intercambio sostenibles, sensibles a la descarbonización) (DAAD, 2021); y, por descontado, del atractivo que puedan suscitar ofertas de “terceros países” (Reino Unido, por ejemplo, acaba de actualizar su estrategia de internacionalización dirigida a captar talento y formar doctores/as de Asia y América Latina, ofreciendo visas de tres años) (HM Government, 2021).

Sea como fuere, el presente impele a la región a replantear el futuro de su educación superior bajo un abanico de alternativas que oscilan entre modelos más comerciales frente a otros que sitúan a la universidad como uno de los motores clave de la recuperación y del Estado emprendedor (Mazzucato, 2019); más aún, como un instrumento nodal de los sistemas de cooperación. Y en todo caso, su funcionamiento habrá de atender a los principios de accesibilidad, racionalidad crítica, universalidad e inclusión que siempre han caracterizado a la ciencia.

La Fundación Carolina está empeñada en este esfuerzo, a partir de su mandato de orientar su acción de cooperación hacia la formación especializada, de acuerdo con los contenidos de los Objetivos de Desarrollo Sostenible, y con especial atención a las demandas de los países con los que trabaja. Ello, desde el reconocimiento de que la movilidad académica constituye un ecosistema de cooperación avanzada y, al mismo tiempo, es una pieza clave de los procesos de internacionalización de las universidades para el intercambio y gestión compartida del conocimiento, para la creación, en definitiva, de una ciudadanía democrática y comprometida.

Autor/es

Foto Hugo Camacho

Hugo Camacho

Secretario general y gerente de la Fundación Carolina

Licenciado en Ciencias Políticas y Sociología (Universidad Complutense de Madrid). Postgrado en Políticas Públicas y Desarrollo Social (ILPES – CEPAL).

Ha sido director general de Programación de la Organización de Estados Iberoamericanos para la Educación, la Ciencia y la Cultura (OEI), institución de la que también fue secretario técnico de su Centro de Altos Estudios Universitarios (CAEU).

Ha sido director adjunto de la Fundación Carolina, oficial técnico de la Organización Iberoamericana de Juventud (OIJ), responsable de programas de cooperación multilateral para el desarrollo social con América Latina en la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID), director de programas educativos de ACPAC (ONGD) en Juigalpa (Nicaragua) y consultor experto de la entidad Acciones de Desarrollo y Cooperación.

Licenciado en Ciencias Políticas y Sociología (Universidad Complutense de Madrid). Postgrado en Políticas Públicas y Desarrollo Social (ILPES – CEPAL).

Ha sido director general de Programación de la Organización de Estados Iberoamericanos para la Educación, la Ciencia y la Cultura (OEI), institución de la que también fue secretario técnico de su Centro de Altos Estudios Universitarios (CAEU).

Ha sido director adjunto de la Fundación Carolina, oficial técnico de la Organización Iberoamericana de Juventud (OIJ), responsable de programas de cooperación multilateral para el desarrollo social con América Latina en la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID), director de programas educativos de ACPAC (ONGD) en Juigalpa (Nicaragua) y consultor experto de la entidad Acciones de Desarrollo y Cooperación.

José Andrés Fernández

Jefe de Área de Estudios y Publicaciones

Graduado en Filosofía por la UNED, y licenciado y doctor en Ciencias Políticas por la Universidad Complutense de Madrid (UCM). Profesor asociado en el departamento de Historia, Teoría y Geografía Política de la misma universidad. Fue responsable de Investigación y Publicaciones en la Fundación Atman para el diálogo entre culturas (2005-2007). Se incorpora a la Fundación Carolina en 2008, donde trabaja como responsable en el área de Estudios y Análisis. 

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