Artículo de Jesús Andreu publicado en El Huffington Post el 1 de agosto de 2015
Entre las pocas noticias positivas que nos suministra la educación superior española, hace pocas semanas se hizo pública la buena posición en la que se situaban algunas de nuestras universidades por áreas de conocimiento, computando hasta un total de nueve centros en el top 50 del ránking QS.
Así, por ejemplo, la facultad de Arquitectura de la Politécnica de Barcelona o la de Veterinaria de la UAB se ubicaban incluso entre las 25 mejores a nivel global, y la facultad de Economía de la Universidad Carlos III de Madrid aparecía en trigésimo octavo lugar.
Sin pretensión de minusvalorar esta noticia, es indudable que a la universidad española aún le queda un largo trecho para ponerse a la altura que debería ocupar, en virtud de la riqueza y peso internacional del país. Cabría esbozar una mínima genealogía para identificar las razones de esta situación, al menos desde la Ley de Reforma Universitaria de 1983 (LRU) hasta la modificación, en 2007, de la Ley de 2001, que sirvió para acomodar el sistema al Espacio Europeo de Educación Superior; un extenso intervalo que parece no haber bastado para modernizar la academia.
Ciertamente, la tasa formativa ha venido experimentando un crecimiento sostenido, hasta estabilizarse en un 30% de graduados; un porcentaje que nos asimila al de las naciones de la OCDE pero que resulta lógico, debido a la progresiva prosperidad social alcanzada. Sin embargo, a juzgar por los indicadores internacionales, los déficits aparecen a la hora de medir los niveles de rendimiento y excelencia.
Cabe intuir que la buena voluntad de los agentes involucrados queda diluida por unas estructuras académicas burocratizadas que no ofrecen incentivos institucionales ni económicos, lo que ahuyenta a los mejores. Podría pensarse asimismo que la proliferación de universidades al amparo de las CCAA ha contribuido a generar una red sobredimensionada y, por ende, ineficaz y poco competitiva.
No obstante, en rigor, el problema no está en el número: téngase en cuenta que, mientras España cuenta con 50 universidades públicas, Reino Unido tiene 124, Alemania 88, Francia 80 e Italia 61. La disfuncionalidad se encuentra en otro aspecto, más operativo que cuantitativo: en un modelo de contratación que, desde la citada LRU, ha favorecido la endogamia, hasta el punto de que, en la actualidad, el 73% de nuestros profesores universitarios ejercen en los centros en los que estudiaron, propiciando el apoltronamiento de perfiles docentes que no han abandonado el terruño donde se formaron. Se trata de una tendencia que ni siquiera la creación de la ANECA ha podido corregir, y hay incluso quienes insinúan que la ha acentuado.
Con todo, resultaría inmerecido no valorar los esfuerzos de innumerables profesionales y departamentos que todavía logran que la producción científica española sea la décima del mundo (así como, por cierto, no demandar en este punto al sector privado un esfuerzo mayor de inversión en I+D). A su vez, sería también injusto ignorar las medidas gubernamentales emprendidas para mejorar la calidad de la educación superior.
En este sentido, pese a las protestas que ha suscitado, resultaba más que oportuno reducir los grados a ciclos de tres años y aproximarnos a los itinerarios más flexibles que rigen en la UE. Es sabido que, en paralelo, se están tramitando reformas en los procesos de acreditación de la ANECA para garantizar criterios de mayor neutralidad y transparencia.
Y finalmente, hay que destacar el impulso dado a la apertura exterior -reflejado en elServicio Español para la Internacionalización de la Educación– como clave indispensable para escalar en los ránkings de prestigio. Nada mejor para el conocimiento que fomentar la movilidad académica, facilitar estancias en el extranjero y atraer talento. Aparte de que, como decía Pio Baroja, el nacionalismo (léase, la endogamia) “se cura viajando”.
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