Hablamos con

Hablamos con Daniela Perrotta

Hablamos con Daniela Perrotta

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Daniela Perrotta
La experiencia extraordinaria —y de shock— que generó la pandemia global, permitió la generación de un vínculo más horizontal entre ambas regiones (UE - CELAC); que incluso ha permitido la diseminación de “buenas” prácticas entre ambas regiones; y, especialmente, reconocer las capacidades de ambas regiones —y la potencia del vínculo cooperativo conjunto— para hacer frente a los retos globales.

Docente universitaria en la carrera de Ciencia Política en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA. Investigadora adscripta al Centro de Estudios en Ciudadanía, Estado y Asuntos Políticos (CEAP).
Su formación de grado es en Ciencia Política (UBA), Magíster en Ciencias Sociales con mención en Educación y Doctora en Ciencias Sociales por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO), sede académica Argentina. Ha participado de estancias de formación de posgrado en Brasil, Ecuador, Chile, Alemania, Canadá y Estados Unidos.
Dicta seminarios de posgrado sobre integración regional comparada, metodología de la investigación en relaciones internacionales y sobre política científica y universitaria en: Universidad Nacional de la Defensa (UNDEF), Universidad Nacional de Tres de Febrero (UNTREF), FLACSO, y la Red de Posgrados del CLACSO.

1. Hablas del acceso a la educación superior como “un derecho humano, un bien público y social que es un deber de los Estados garantizar”; ¿podrías desarrollar más este concepto y lo que implica? y ¿qué obstáculos definirías para el acceso a este derecho en Latinoamérica?

La concepción de que la educación superior “es un bien público y social, un derecho humano y universal y un deber del Estado” se cristaliza en la declaración de la conferencia regional de educación superior (CRES, en adelante), realizada en Cartagena de Indias (Colombia) en el año 2008. Al respecto, vale señalar dos cuestiones para comprender la conformación de esta narrativa y su instrumentalización en políticas públicas y prácticas institucionales.

Primero: la CRES 2008 fue el resultado de un proceso de movilización política por parte de diferentes actores y redes de actores (gobiernos, rectores/as, gremios docentes, federaciones estudiantiles y, especialmente, redes académicas intrarregionales) que disputaban sentidos en torno a la universidad dada la por entonces reciente incorporación de los servicios de educación superior en el Acuerdo General sobre el Comercio de Servicios (GATS, siguiendo su nombre en inglés) de la Organización Mundial de Comercio (OMC) y, especialmente, a un proceso de acercamiento a posturas a favor de la mercantilización de la universidad y privatización del conocimiento en la propia Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO). Por lo tanto, más allá de la heterogeneidad del sector de la educación superior en América Latina y el Caribe, el posicionamiento que definieron y postularon al más alto nivel es que la educación superior es un derecho humano y que los Estados deben garantizar el pleno ejercicio de ese derecho, y así disputaron a nivel global y multilateral una concepción autonómica regional sobre la universidad y su rol en los procesos de desarrollo nacionales y regionales. Este proceso de movilización buscó incidir en la gobernanza global de la educación superior. En efecto, tuvo como resultado que, al año siguiente, en la declaración de la Conferencia Mundial de Educación Superior de UNESCO se aceptó la propuesta latinoamericana y caribeña de incorporar la noción de derecho a la educación superior; si bien no hubo acuerdo respecto de señalar explícitamente la responsabilidad indelegable de los Estados por su garantía.

Segundo, esa declaración de la CRES 2008 sirvió como punto de partida para acciones tanto a nivel gubernamental, como de los acuerdos de integración regional y en las propias instituciones de educación superior universitarias. Por un lado, diferentes gobiernos de la región enmarcaron sus iniciativas de mejora en el acceso y la permanencia en la educación superior bajo la idea de derecho a la educación superior. En efecto, estos son los años de regulaciones sustantivas en pos de la inclusión amplia de sectores a este nivel, así como también del desarrollo de iniciativas de promoción de la ciencia, tecnología e innovación buscando autonomía y orientada a la región latinoamericana. Especialmente en el campo de la formación superior, el horizonte político de garantizar el derecho a la educación superior se plasmó en políticas públicas para ampliar la cobertura territorial de las propuestas de formación, de regulaciones para el acceso de poblaciones tradicionalmente excluidas por cuestiones socioeconómicas, lingüísticas, étnico-raciales, de géneros, etc., y sus múltiples cruces e intersecciones. Al mismo tiempo, la afirmación del derecho a la educación superior, su concepción como bien público y social y la responsabilidad del Estado por su garantía formó también parte de los discursos que construyeron una identidad propia para actores e instituciones en la región. Esto se verifica, especialmente, en las redes interinstitucionales y multiactor surgidas por estos años; así como también en los posicionamientos gubernamentales en organismos regionales de cooperación e integración. Con todo, se erigió como una narrativa potente para encuadrar acciones y proponer un horizonte de políticas a alcanzar en el corto, mediano y largo plazo.

Pues bien, ¿qué implica pues el derecho a la educación superior? Es menester también explicitar cómo se resignifica para la región este derecho: se despliega en dos dimensiones. Se trata de un derecho que es individual pero también colectivo, así lo plantearon los actores y las redes multiactor: es un derecho individual porque implica que cada persona y ciudadano/a ha de tener la posibilidad de acceder, permanecer y graduarse en sus estudios superiores (que, aprovecho a señalar que, eminentemente, nos referimos a educación superior universitaria); en estudios superiores con calidad y pertinencia. Es un derecho colectivo porque es el pueblo entero, las sociedades latinoamericanas y caribeñas, quienes también se benefician de todo lo que acontece en los espacios universitarios: los resultados de procesos de investigación, las acciones de transferencia social, vinculación y extensión han de beneficiar al conjunto de la sociedad y traccionar procesos de mejora de la calidad de vida, de la justicia social y del desarrollo integral. En suma, la dimensión de derecho colectivo se vincula a la noción del derecho de los pueblos al desarrollo; porque, precisamente, coincide con los años en que se recuperan las discusiones en torno al desarrollo —integral, primero; sostenible, luego—. Quiero destacar que, al mencionar esta doble dimensión del derecho individual y colectivo de la educación superior, estoy retomando los aportes de las conceptualizaciones realizadas por Eduardo Rinesi.

Si nos enfocamos en el lado del acceso, que —en efecto— fueron las primeras acciones implementadas, las políticas públicas para garantizar este derecho refirieron a la creación de normativas para eliminar barreras y para promover mayor inclusión: cupos, exámenes de ingreso, requerimientos especiales en términos de competencia idiomática, la atención a cuestiones vinculadas a diferentes desigualdades que se intersectan (¿quiénes son los y las que efectivamente pueden acceder a la universidad?, ¿cómo operan las diferencias socioeconómicas?, ¿cómo las diferencias sexogenéricas?, ¿qué pasa con los colectivos migrantes, con las poblaciones afroamericanas, con los grupos indígenas?). Por supuesto, también en cuestiones estructurales vinculadas a la infraestructura, ya sea por la cercanía de los centros de estudios superiores a los colectivos poblacionales, así como también otras infraestructuras que facilitan al acceso de poblaciones con algún tipo de discapacidad y, de manera reciente, las infraestructuras digitales.

Vale destacar que, en términos de las políticas relacionadas a la permanencia, conclusión y consecución de la educación superior de calidad, las acciones fueron implementadas en etapas, según el caso, y muchas quedaron pendientes con los giros regresivos neoliberales y neoconservadores en los gobiernos de la región. Sobre este punto no me explayaré.

En términos de los principales obstáculos, continuando el hilo argumental que planteo, quisiera referirme a una doble cuestión: por un lado, y principalmente, las condiciones estructurales de América Latina y el Caribe, especialmente en lo que refiere a las múltiples y marcadas desigualdades (al respecto, se puede consultar el número especial FC/Oxfam Intermón) que se evidencian en la región y que inciden en la educación, en general, y en la educación superior en particular (al respecto, se puede consultar la edición 2022 del Panorama Social de América Latina y el Caribe: la transformación de la educación como base para el desarrollo sostenible de la CEPAL).

Por el otro lado, partiendo de esta condición estructural periférica marcada por profundas desigualdades y que incide en la configuración del sector de la educación superior, la geopolítica del conocimiento a nivel global también incide en los límites y posibilidades del ejercicio de este derecho a la educación superior. Especialmente, si nos abocamos a su dimensión de derecho colectivo: ¿cómo las actuales reglas de evaluación y accountability de la actividad de investigación en la universidad inciden en los actores y las instituciones y, por lo tanto, a las metas a las que se orienta el ejercicio de esta actividad? ¿cómo esto incide, a la vez, en las demás misiones sustantivas de la universidad?

Esta situación genera impactos en lo que denomino asimetrías estructurales y regulatorias de los sistemas de educación superior (y científico-tecnológicos), a saber: por asimetrías estructurales entiendo a las diferencias entre los tamaños de las instituciones universitarias en términos de su cantidad de estudiantes, docentes, investigadores/as y personal administrativo, del presupuesto universitario (tanto el proveniente del Tesoro Nacional como fondos propios) y su infraestructura (edificios, laboratorios, facilidades como comedores, residencias, centros de deportes, etc.), así como a las divergencias vinculadas al perfil de inserción científico-tecnológico-artístico, transferencia de servicios y la diversificación de las carreras de (pre)grado y posgrado. Por otro lado, las asimetrías regulatorias son aquellas creadas por las políticas explícitas o por intervenciones regulatorias del Estado, e incluso, de las propias instituciones universitarias. Políticas de apoyo a becas socioeconómicas de acceso-permanencia-graduación (“becas de inclusión”), investigación, extensión, vinculación, internacionalización, así como las políticas de promoción y visibilidad en rankings internacionales, constituyen ejemplos de asimetrías regulatorias.

Por lo tanto, la incidencia principal de esta situación tiene que ver con obstáculos presupuestarios para que ese deber indelegable del Estado logre ser cumplido: las políticas públicas y los programas que garanticen acceso, permanencia y graduación han de contar con la inversión suficiente para su desarrollo. Pero ello no se detiene allí, sino que la complejidad regulatoria también afecta los límites y posibilidades del ejercicio del derecho. A título ilustrativo, la política de atención a rankings internacionales y al productivismo académico medido en papers en un conjunto selecto de journalsindexados (que implican una mirada puntual sobre la forma en que se produce, circula y disemina conocimiento) incide en diferentes aspectos del ejercicio de este derecho, pero, especialmente, en su dimensión de derecho colectivo.

2. ¿Qué políticas públicas urgen más para alcanzar este derecho humano universal a la educación superior?

Al relacionar esta pregunta con la anterior, respecto de los obstáculos, urge un aumento generalizado y como compromiso de largo plazo de la inversión pública en el sector universitario. A partir de allí, focalizar en un conjunto de políticas públicas orientadas a los diferentes planos en los que se despliega el derecho a la educación superior en su doble dimensión (como derecho individual y como derecho colectivo). Por supuesto, esto implica, por un lado, pactos societales amplios por una nueva fiscalidad para que los presupuestos y los rubros priorizados se orienten a este derecho; incluyendo por supuesto, la dimensión de la transparencia, pero también de la responsabilidad de gestión en la acción pública gubernamental. Por el otro, generar regulaciones acordes y discutir la incidencia de un régimen de evaluación de la ciencia y la universidad internacionalizado que atenta con este derecho en forma plena.

Hay múltiples políticas a implementar, todas bajo un criterio de promover la igualdad y justicia social: que van desde infraestructura para “acercar” la educación superior a los territorios donde aún no ha llegado, hasta mejoras edilicias para la inclusión de personas con discapacidad e infraestructuras para la investigación…, como políticas de becas, apoyos, subsidios, cuotas, etc. Para que poblaciones excluidas logren acceder, permanecer y graduarse. Hay, además, una necesidad de política manifiesta por la ampliación de las tecnologías y plataformas digitales, también como herramientas que generan mayor inclusión e igualdad.

Dos últimos puntos para no ser tan repetitiva: es menester discutir el rol de la universidad y la ciencia en los procesos de desarrollo —que implica discutir qué desarrollo hemos de construir— y cómo esa discusión por el rol de la universidad implica repensar las herramientas de “control y accountability”, básicamente hoy permeadas por las métricas desancladas de cualquier relevancia social y ancladas al capitalismo cognitivo. Esta no es una discusión que solo el sector de la educación superior deba saldar, e incluso los gobiernos unilateralmente. Es un tema a abordar desde espacios regionales, interregionales y las diferentes redes que conectan a todas estas arenas.

En síntesis: hay un conjunto de políticas orientadas a la garantía del derecho individual a la educación superior y otras que apuntan a su dimensión de derecho colectivo.

3. ¿Cómo valoras la cooperación birregional UE-CELAC en el ámbito de la educación superior, y cómo se han visto afectadas estas relaciones de cooperación por la pandemia?

La cooperación birregional entre la UE y la CELAC en el ámbito de la educación superior se cimenta en vínculos de larga data —tan largos como la propia historia de los sistemas universitarios a un lado y otro del Atlántico— basados en un modelo compartido de universidad (en efecto, es menester señalar la transferencia del modelo desde Europa a América Latina y el Caribe, y las variadas transformaciones surgidas en esta región que dan como resultado la construcción de un modelo propio, autónomo, de universidad), y que se han sostenido tanto por acciones de cooperación individual, institucional, bilateral como interregional. Estas acciones de cooperación en los diferentes niveles señalados (micro-meso-macro) han seguido, a la vez, el ritmo y la intensidad de las actividades de cooperación al desarrollo, de los procesos de colaboración científica internacional y, desde hace 30 años, de la internacionalización de la educación superior y del conocimiento.

Ahora bien, al concentrarnos al menos desde las tres últimas décadas —donde contamos con este doble fenómeno de la internacionalización universitaria, por un lado, y del auge de lo que se llamó nuevo regionalismo, por el otro— lo que se observa es un aumento en la cooperación interregional, pero enfocada, especialmente en las subregiones. En el caso puntual del Mercosur, se evidencia un doble fenómeno: por un lado, ha sido la cooperación europea la que ha permeado el dinamismo de la agenda de ciencia, tecnología e innovación en el espacio mercosuriano. En otras palabras: la reunión especializada en ciencia y tecnología (RECyT) ha podido encaminar proyectos en la medida en qué contó con financiamiento de la cooperación europea, especialmente en la generación de plataformas biotecnológicas en materia agrícola. En términos del balance, este proceso contribuyó a generar capacidades regionales en la promoción de esta agenda de investigación, si bien fuertemente orientada por las prioridades de quién coloca la mayor cantidad de recursos. Esto último significa que ha sido la UE la que orientó las prioridades y concentró la propiedad intelectual y patentes de los desarrollos encaminados. Por otro lado, al colocar el foco en la cooperación de la UE en la agenda de educación superior (que se conforma en otro espacio institucional del Mercosur, su Sector Educativo o SEM), se evidencia un proceso inverso: los programas europeos contribuyeron al desarrollo de dos grandes líneas de acción, la movilidad académica regional —vinculada a un mecanismo/sistema de acreditación regional de carreras universitarias— y la generación de propuestas para el fortalecimiento de los posgrados —basado en experiencias previas y “exitosas” de articulación entre los dos socios gravitantes, Argentina y Brasil—. A diferencia de lo acontecido en el caso de la RECyT, en el marco del SEM se contó con la posibilidad de desarrollar los programas con márgenes elevados de autonomía. Brevemente, la puesta en marcha de la experiencia de movilidad académica regional (intra-Mercosur) implicó que se desarrollase primero una propuesta de acreditación de la calidad de (un conjunto de) carreras universitarias (todas ellas profesionalizantes), que no fueron producto de una transferencia de políticas de la UE al Mercosur, sino que se encaminaron a partir de un conjunto de elementos que definieron los Estados en ejercicio de su autonomía.

Esta introducción, a la vez, me permite marcar que la tendencia, en términos de la cooperación entre la UE y América Latina y el Caribe (ahora CELAC como foro interlocutor unificado) en ciencia, tecnología e innovación —por un lado— y en educación superior —por el otro— es inversa. En la relación birregional hay mayor dinamismo de la primera agenda —especialmente enmarcada en la Iniciativa Conjunta de Investigación e Innovación (JIRI, siguiendo su nombre en inglés)— respecto de la segunda, en tanto en educación superior sigue permeando más la lógica de cooperación bilateral e interinstitucional.

Igualmente, es menester realizar dos apreciaciones. Primero, la intensidad del relacionamiento (y, por lo tanto, de los fondos de cooperación que la UE puede disponer para esta región) han estado vinculados a cómo se ha ido transformando la geopolítica global; es decir: siguiendo las modificaciones de poder global y los escenarios transicionales (hoy marcado por una alta dosis de incertidumbre dado el resquebrajamiento del orden liberal mundial). En este marco, la UE ha colocado más recursos (de todo tipo: institucionales, materiales, de capacidades de gestión, de conocimiento e información, etc.) en estos últimos 30 años en tres grandes momentos: los años noventa, con la reconfiguración del regionalismo en un escenario de globalización, que coincide también con el proceso de readecuación de los sistemas de educación superior y de ciencia, tecnología e innovación en la UE (incluyendo la puesta en marcha de la estrategia de Bolonia). A principios del milenio (y hasta el periodo de los bicentenarios en América Latina y el Caribe, que se conjugan con el inicio de la crisis en la UE), cuando en la región latinoamericana y caribeña se negociaba un acuerdo continental de libre comercio (que incluía la agenda OMC+) y como estrategia defensiva de la UE frente a la pérdida de mercados por la preferencia que obtendría Estados Unidos. Y en la actualidad, desde el escenario de “pandemia administrada”, dada la conjunción de, al menos, dos procesos: la toma de conciencia al más alto nivel político entre ambas regiones de resolver de manera conjunta los retos o desafíos globales —y el rol que ocupa la producción de conocimiento en este sentido—; la nueva relevancia para la UE de la región latinoamericana y caribeña por los recursos de todo tipo con los que cuenta y como parte de comprender que la autonomía estratégica europea requiere de una revisión de los socios priorizados y de la forma en que se desarrollen los acercamientos y la cooperación. Lejos estamos aún de una mirada decolonial en la relación, pero al menos sí de una nueva articulación que se base en los reconocimientos mutuos y una lógica de no imposición.

Pues, bien, sintetizando: si bien la pandemia limitó la cooperación tradicional basada en intercambios presenciales (por la imposibilidad de movimiento a nivel global) y orientó en ambas regiones los recursos disponibles a gestionar la crisis sanitaria —esto es, desde direccionar los fondos de investigación y desarrollo a la producción de vacunas; pero también a priorizar, por ejemplo, la continuidad de los procesos de enseñanza-aprendizaje por medios digitales—, también aumentó e incluso reforzó vínculos y relacionamientos para, precisamente, hacer frente a ambos desafíos. Esto es, las tecnologías digitales permitieron una mayor colaboración internacional entre ambas regiones; en materia de educación superior, especialmente en el nivel interinstitucional, se evidenció el aumento de actividades de internacionalización entre las dos regiones (con o sin acompañamiento formal o regulaciones específicas) y que se continúan en la pospandemia. En materia de producción de conocimiento orientado a la generación de vacunas, observamos también participación en proyectos de desarrollo, con mayor presencia de los países más gravitantes de América Latina y el Caribe (dadas las asimetrías intrarregionales).

Con todo, considero que la experiencia extraordinaria —y de shock— que generó la pandemia global, permitió la generación de un vínculo más horizontal entre ambas regiones; que incluso ha permitido la diseminación de “buenas” prácticas entre ambas regiones; y, especialmente, reconocer las capacidades de ambas regiones —y la potencia del vínculo cooperativo conjunto— para hacer frente a los retos globales. Especialmente, enmarcados en la discusión por “el desarrollo”, hacer frente a cuestiones sanitarias, alimentarias, de justicia social, energéticas y, por supuesto, democráticas.

4. En el marco del reciente Encuentro promovido por Fundación Carolina y Fundación EU-LAC entre Centros de Investigación Europeos, Latinoamericanos y Caribeños y Tomadores/as de Decisión, ¿qué oportunidades crees que deberían ser aprovechadas hoy para ampliar y fortalecer los programas y políticas que promueven la cooperación birregional UE-CELAC?

Como corolario (o conclusión) de lo que he argumentado hasta ahora, hay tres oportunidades de la coyuntura actual que deben ser aprovechadas: primero, la realización de la próxima Cumbre UE-CELAC y que en la agenda temática se incluyan menciones expresas a la cooperación en educación superior, ciencia, tecnología e innovación (e, incluso, que se comprenda que el apoyo al conocimiento redunda en mejoras sustantivas de las demás prioridades, básicamente en línea con la triple transición energética, ecológica y societal). La generación de la Cumbre, además de ser un hecho político del más alto nivel, tracciona y moviliza recursos y capacidades en ambas regiones y vuelve a poner en marcha los mecanismos de socialización de actores. Esto último es tan relevante como el trabajo técnico de preparación para la Cumbre y como la “voluntad política” de los y las tomadoras de decisión: la socialización de actores permite generar procesos de difusión de normas, regulaciones y construcción de identidad. Y, desde mi punto de vista, ha de reconstruirse la narrativa de la importancia del relacionamiento birregional desde la urgencia e importancia de contribuir a la discusión del desarrollo integral, sostenible y con justicia social en un marco de respeto del Estado de derecho y la democracia como forma de gobierno.

Segundo, se han de aprovechar las instancias, foros, espacios y arenas de vinculación existentes entre ambas regiones para abordar una agenda pragmática de temas, desde una mirada que busque generar consensos en torno a mínimos comunes denominadores. En este proceso, las redes existentes son vitales para instrumentalizar apoyos y ejecutar acciones en el corto, largo y mediano plazo. Además, las redes de conocimiento (redes académicas, redes interinstitucionales universitarias, las redes multiactor, incluso muchas de ellas como comunidades epistémicas y/o de práctica) cuentan con una mirada privilegiada, legitimada y con recursos para desarrollar, implementar y evaluar programas. En este punto, es menester sugerir que cualquier programa birregional que se consolide, debe tener un horizonte de mediano y largo plazo.

Una tercera oportunidad consiste en valorizar las experiencias previas de cada región y su contribución a la gobernanza multilateral/global de estos temas. En este punto, quiero destacar el rol gravitante que ha tenido América Latina y el Caribe en la promoción del derecho a la educación superior, pero también a la incidencia regulatoria en el campo del acceso abierto y que hoy se reconfigura como ciencia abierta (parte sustantiva del derecho al conocimiento). Nuestra región (mi región, porque no puedo separar mi subjetividad de mi rol como analista internacional) ha generado procesos de movilización política que buscan incidir en marcos regulatorios globales desde cambios normativos orientados a la defensa y garantía de derechos humanos. Hay un acervo democrático y de práctica política de movilización social que, en esta coyuntura crítica, o interregno —como plantea el profesor Sanahuja— ha de ser aprovechada. La UE, quizás llegando un poco más tardíamente a la discusión de estos tópicos nodales en la geopolítica del conocimiento, ha de aprovechar, desde el respeto y el reconocimiento mutuo, las capacidades de América Latina y el Caribe para promover un orden mundial también con justicia social y ecológica en el plano del conocimiento.

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