El 14 de octubre de 2019 se celebró en Casa de América la octava sesión del ciclo “Diálogos con América Latina”, organizado por la Fundación Carolina, bajo el título: “Hacer frente a la violencia y a la inseguridad ciudadana en América Latina y el Caribe”. El seminario contó con la participación de Érika M. Rodríguez Pinzón, profesora de Ciencias Políticas de la Universidad Autónoma de Madrid y de la Universidad Internacional de la Rioja y coordinadora de América Latina en la Fundación Alternativas, y de Francisco Rojas Aravena, antiguo director de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO) y rector de la Universidad para la Paz de Naciones Unidas. El debate estuvo moderado por Juan Pablo de Laiglesia, secretario de Estado de Cooperación Internacional y para Iberoamérica y el Caribe en funciones (SECIPIC).
La intervención inicial de Juan Pablo de Laiglesia vinculó el tema del diálogo con el Objetivo del Desarrollo Sostenible (ODS) 16: “Paz, justicia e instituciones sólidas”. Este ODS entraña la dificultad de consensuar una definición sobre conceptos que no cabe dar por supuestos, lo que a su vez influye sobre la capacidad de su aplicación práctica. Términos como seguridad, violencia o paz se interpretan de formas muy diferentes y, en efecto, el significado de la paz no puede limitarse solo a la “ausencia de guerra”, sino que en su sentido amplio es asimismo un concepto preventivo y que, por lo tanto, propicia la generación de condiciones para el desarrollo.Leer texto completo
En la narrativa de la Agenda 2030 la paz está vinculada con la justicia social, aunque tampoco hay que desestimar las concepciones de una paz imperfecta, a medio plazo, orientadas a gestionar los conflictos, reducir las tensiones y construir de forma gradual acuerdos incluyentes y efectivos. Estos debates conceptuales estimulan la reflexión, pero no deberían implicar obstáculos para avanzar en el cumplimiento de la Agenda 2030. En todo caso, hay que tener en cuenta que el ODS 16 funciona, a la vez como un requisito y una consecuencia del resto de objetivos. No hay justicia ni desarrollo sin paz, pero tampoco hay seguridad sin equidad, cohesión social y transparencia institucional. De modo que la consecución de este ODS exige fortalecer las instituciones y, al tiempo, luchar contra las desigualdades.
Bajo este ángulo, se han ejecutado proyectos exitosos de cooperación en América Latina como, por ejemplo, la participación de la Unión Europea (UE) en el postconflicto colombiano —por medio de los programas Laboratorios de paz y Nuevos territorios de paz—, además de las experiencias de la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID) y de la Fundación Internacional y para Iberoamérica de Administración y Políticas Públicas (FIIAPP). Sus programas han impulsado un fortalecimiento institucional que ha incidido favorablemente en la respuesta jurídica ante la corrupción, y han impactado sobre una sociedad civil crecientemente organizada ante este fenómeno. La relación entre institucionalidad, justica y paz se hace evidente; no obstante, no cabe desconocer la persistencia de una violencia organizada en muchos territorios a los que el Estado no llega.
Cifras y causas de la violencia
En la región, según apuntó Francisco Rojas, el panorama sigue siendo sombrío, e incluso ha empeorado con relación al año 2000. En 2018, solo en América Latina —región que concentra el 9% de la población global—, tuvieron lugar el 39% de los homicidios del todo el mundo, un 7% más que hace 18 años y cuatro veces más que el promedio internacional. El desglose por género indica que el 80% de las víctimas fueron hombres, pero que el 64% de los feminicidios están conectados con la violencia intrafamiliar. Con todo, el mayor problema atañe al crimen organizado.
Desde un punto de vista inter-estatal, América Latina es una zona de paz, una región libre de armas nucleares y biológicas, en la que sus países han firmado la mayoría de los tratados de prohibición de armas de destrucción masiva. Sin embargo, no hay control alguno sobre las armas livianas. Así, si bien en la Conferencia de la Organización de los Estados Americanos (OEA) de 2003 se acordó una definición comprehensiva en materia de seguridad, la región no ha sido capaz de operacionalizarla, en un contexto en el que además no se han producido avances de integración. Más aún, cabe hablar de una progresiva desestructuración regional que ha agravado la inestabilidad política, ante todo en la región andina, pero no solo.
Las estadísticas de organismos como el Instituto Igarapé de Brasil o el Observatorio sobre Violencia Ciudadana de México señalan que, de las 50 ciudades más violentas del mundo, 43 están en América Latina: 6 en Venezuela, 14 en Brasil, 15 en México… A su vez, de acuerdo con el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) los costes de la violencia en términos del PIB ascendieron en 2018 al 6,51% en Honduras, el 6,16% en El Salvador, el 3,78% en Brasil, el 3,34% en Ecuador, etc.
Tras estos datos, cuya recopilación continúa siendo deficitaria, el interrogante es identificar la principal causa de la violencia. La mayoría de los estudios se refieren a las luchas por el control territorial, ante todo sobre las rutas de tránsito hacia el norte. Este escenario implica una violencia directa por el control del narcotráfico, pero también un conflicto entre los cárteles y los Estados, incapaces de consolidar el imperio de la ley y la autoridad policial. Ahora bien, las políticas de militarización, particularmente en el triángulo del norte, han sido un fracaso y es previsible que esta situación se mantenga hasta que no impere el Estado de derecho y la institucionalidad jurídica, objetivos que rebasan el mero enfoque securitario.
Planteamientos de actuación
Tal y como indicó Erika Rodríguez Pinzón, hay que afrontar el problema de la violencia bajo el binomio seguridad/desarrollo. La inseguridad repercute de forma directa en la economía, pero asimismo establece costes en todos los procesos sociales. De modo que no solo desincentiva las inversiones, sino que también erosiona la percepción de la confianza entre las personas, agregando costes adicionales en los procesos de negociación, de construcción social, incluso de planificación urbana, aspecto que, por ejemplo, se aprecia en el establecimiento de urbanizaciones excluyentes. De ahí la necesidad de operar bajo un enfoque integral, en el que las políticas de seguridad engloben medidas de mejora de la calidad democrática, de la transparencia institucional, etc. Y que a su vez se planteen iniciativas que vinculen el crecimiento a la cohesión y a la equidad social, puesto que el incremento de los niveles de renta no viene de por sí acompañado de progresos políticos sustantivos.
Este planteamiento es el que se aplica desde la cooperación europea, pero falta que los Estados latinoamericanos se apropien de esta lógica y la implementen con eficacia, también en sus estructuras descentralizadas. Frente a ello, el riesgo está en que los sistemas políticos se enquisten en esquemas represivos, de los que además se pretendan extraer beneficios, como ilustra la metáfora del orangután con sacoleva, con chaqué. El Estado aparece aquí como una bestia revestida con el traje de la democracia, pero que activa olas represivas que le sirven para mantener el poder. No obstante, este modelo impide salir de la espiral de la violencia.
La exigencia de un enfoque holístico, que evite la compartimentación y se aproxime a la perspectiva transversal de la Agenda 2030, resulta aún más evidente al correlacionar violencia e inequidad. Según los datos del Banco Mundial, en el top 10 de los países más desiguales del mundo hay ocho latinoamericanos: Haití, Honduras, Colombia, Brasil, Panamá, Chile, Costa Rica y México. Este panorama, con fenómenos concomitantes de informalidad laboral o desempleo juvenil, desencadena lo que se denominan “problemas inter-mésticos” —de naturaleza tanto interna como externa—, propicios para la proliferación de un crimen transnacional que ejerce su control sobre territorios locales. Junto con las drogas, el tráfico ilícito de armas livianas, con las que se cometen casi el 90% de los homicidios, da cuenta de esta dimensión “inter-méstica” que quiebra la autoridad del Estado como instancia de monopolio legítimo de la fuerza. Y sin el reconocimiento de un Estado sólido, no hay forma de desplegar políticas públicas, sociales y de desarrollo que afronten de raíz las bases de la violencia.
La prioridad, por lo tanto, consiste en revertir la desafección institucional, que no ha hecho sino agravarse en los últimos años y ha dado paso a un proceso de desdemocratización y a regresiones autoritarias que se reflejan en las urnas y en los sondeos de opinión. Cabe evocar el descontento generalizado que se observa en los datos del Latinobarómetro, al señalar que el 70% de las sociedades no está satisfecha con sus gobiernos y traslucen cómo, pese a la consolidación de las elecciones, el sistema representativo no se ha traducido en avances sociales reales, cediendo margen a las opciones reaccionarias.
Entre lo local y lo regional
Dar con un modelo que enfrente la inseguridad en la región no es sencillo, tanto más habida cuenta de los rasgos definitorios que caracterizan a los regímenes latinoamericanos. Entre ellos, sobresale la dependencia hacia el hiperpresidencialismo —con los giros que implican los cambios de ciclo políticos— y, a su vez, una descentralización en ocasiones fallida que difumina el poder del Estado en los territorios fronterizos, donde las mafias adquieren una presencia creciente, apropiándose de las competencias estatales.
Se han propuesto varias líneas de trabajo que tratan de sugerir medidas efectivas. Una de ellas radica en identificar dónde se gestan las negociaciones y los acuerdos espurios entre bandas organizadas y gobiernos locales, puesto que tales prácticas son las que generan mayor desafección política (una perspectiva que exploró Moises Naím en su libro Ilícitos). Otros enfoques subrayan la necesidad de conocer la micro-geografía del crimen. A este respecto, David Weisburd ha señalado la importancia de circunscribir las zonas en las que producen los crímenes con el fin de centrar la actividad policial y preventiva en esos lugares.
En este plano local, cabe mencionar algunos casos de éxito: en las ciudades de Medellín y Bogotá, incluso en Ciudad Juárez, que registraban grandes tasas de violencia (en gran parte juvenil), se ha constatado una reducción apreciable de los asesinatos. De hecho, a nivel municipal se aprecian mejor los recursos que pueden movilizar los gobiernos locales, más allá de las medidas legales y punitivas, al atender de forma más focalizada a los indicadores que conectan desigualdad, violencia y territorio.
Pero la relevancia de la dimensión local no supone desatender la responsabilidad de los gobiernos nacionales ni la relevancia de la cooperación internacional. En el nivel nacional, es imprescindible fomentar la cultura de la legalidad que involucre a la ciudadanía, y construya redes de confianza interpersonal e interinstitucional. Resulta imperativo generar la complicidad democrática del conjunto de la sociedad. Esto exige contrarrestar el incremento de la polarización, que redunda en la fragmentación del tejido social tal y como está ocurriendo en Perú, Colombia, Ecuador o Venezuela. También implica invertir más en formación, con el fin de que la juventud se incorpore a la sociedad, no encuentre estímulos para acudir a la violencia y se aleje de las imágenes —mediatizadas por las redes sociales— donde se construyen roles de masculinidad y de poder que suscitan imaginarios atractivos para los sectores excluidos.
Las buenas prácticas conforman, además, una alternativa ante las políticas de mano dura, debido a que demuestran las ventajas que acometer políticas de largo plazo y de corte multidimensional, aunque también nos advierten de que no existen recetas mágicas; en todo caso son un dique de contención ante las tentaciones populistas de endurecer las penas o rebajar la edad de responsabilidad legal
Por último, resulta imprescindible elevar la construcción de la confianza a escala continental, recuperando la senda de un diálogo interregional continuado frente a las interrupciones que se producen por la fragilidad de las instituciones supranacionales. Y es que, si no se dan las condiciones de confianza mínimas para intercambiar información sensible, es imposible combatir al crimen organizado. En este ámbito es igualmente preciso detener la polarización y respetar el establecimiento de reglas compartidas —ineludibles en la articulación de soluciones comunes— aprovechado los espacios de cooperación con España y Europa.
En la conversación final se abundó en esta labor de la cooperación internacional. Por un lado, Juan Pablo de Laiglesia subrayó el trabajo de la cooperación española en seguridad, a través de programas de fortalecimiento de las instituciones judiciales y apoyo a los procesos de resolución pacífica de los conflictos. Asimismo, indicó que la cooperación de la UE está en pleno proceso de reestructuración, a la espera de que se apruebe el Marco Financiero Plurianual para el ciclo 2021-2027, lo que no obsta para acometer la revitalización de un diálogo birregional que supere la actual parálisis, condicionada por la incertidumbre en la región: las instituciones no pueden ser víctimas de los fracasos de los políticos.
Por otro lado, se evaluaron positivamente los logros de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG). Al margen de su suspensión, la mesa coincidió en que la CICIG ha contribuido de forma muy útil a la profesionalización de la policía y a la consolidación de las fiscalías y de los procedimientos especiales, obstaculizando las presiones hacia jueces y fiscales. De ahí que su desaparición no impida que su trabajo sea tomado como modelo que pueda ser aplicado en otros lugares y, más aún, como referencia de lucha contra la violencia en sintonía con el ODS 16. Según lo reiterado en la sesión, la formulación de las políticas de seguridad, además de perseguir el crimen organizado —y, en el momento actual, proteger a los defensores de los derechos humanos y el medio ambiente— deben contribuir a crear un marco de paz, priorizando el combate contra la injusticia y la falta de equidad, en donde radica el origen de los males.
Relatoría redactada por Jose Andrés Fernández Leost
Fundación Carolina