Hoy yo no aplaudo. Hoy no se aplaude en nuestra UCI, porque hoy Amparo se ha puesto peor. Tras tres semanas de mejoría progresiva y estando cercana al traslado a planta, hoy hemos tenido un retroceso. Parece (y digo parece, porque el SARS-CoV-2 es una nueva incorporación en los tratados de medicina) que es algo recurrente con esta infección. Hoy toca retroceder casi las tres semanas recorridas con ella, hoy volvemos al kilómetro cero, o casi. Y hoy toca informar a su hijo de que no habrá videollamada con su madre, porque a su madre ha habido que sedarla de nuevo. Son las nueve, las trece horas de encierro han llegado hoy ya a su fin. Armadura retirada, la muralla se abre, fuera nos espera impaciente nuestra codiciada libertad, que en estos tiempos es directamente proporcional a la distancia entre la casa y el hospital. Caminando, hoy las huellas son de frustración y abatimiento profundos. Un viento primaveral intenta despegar la expresión triste de mi rostro, en vano. En casa me recibe la habitual ducha purgatoria que elimina cualquier resto de aquello invisible que tanto daño está haciendo en nuestro país. Hoy las noticias informan del descenso de contagios. Pero mi semblante no cambia, mi corazón aún late compungido, pues la mejoría de los números no consuela lo de hoy: hoy Amparo se ha puesto peor. Pero en casa no se habla de esto, porque las heridas del día precisan reposo durante la noche para poder cicatrizar. En casa se sonríe y se ocupa la mente con otros menesteres menos profundos y más festivos, si es que este término tiene cabida en estos tiempos. Y a pesar de que los abrazos aterricen sobre la espalda y los besos se lancen a través de una mascarilla, esta forma de cariño y amor protegidos han sido el mejor combustible para recorrer esta senda que todos estamos transitando por primera vez en nuestras vidas. En el dormitorio se amontonan ya las pesadillas que como fieras hambrientas esperan ávidas poder penetrar mi mente en esos momentos en que, sin quererlo, la dejamos indefensa. Cubierta en mantas suspiro cansada y me dejo ir; mañana, al menos, toca día de descanso.
Pero el día de descanso no es tal, porque las emociones y los pensamientos no entienden de eso. Y el mensaje a los compañeros que hoy sí trabajan es inevitable: “¿Cómo está Amparo? ¿Igual, algo mejor?” Y su respuesta decidirá cuál será el tinte del día de descanso. Porque, aunque se intenten añadir otras capas de yoga, películas o novelas, la capa de fondo no se limpia. Y el día de descanso tampoco es tal, porque la ciencia tampoco entiende de eso. La medicina exige responsabilidad, el paciente merece el mejor de los cuidados y la ansiedad y la frustración se calman con conocimiento. Así pues, comienzo a bucear entre revistas científicas, pero los tesoros no son de oro, ni siquiera de plata, acaso de cobre. Y aquella evidencia que un día parecía ser diamante, una semana después tiene el valor de la grava. Este nuevo adversario ha venido protegido bajo varias capas de armadura. Ya le hemos despojado de sus mejores defensas, y, sin embargo, no obtendremos el descanso pleno hasta no haberle desnudado por completo. Y cuando llegan las nueve y el equipo de hoy termina, suena mi teléfono, porque el día de descanso no es tal para mí. Un compañero me resume los eventos del día y, juntos, trasladamos la teoría estudiada a la realidad de nuestra UCI; y esta fantasía de abstracción no persigue otro deseo que el de mejorar juntos para así mejorar a nuestros pacientes.
¡Dichosos compañeros! El día 23 de marzo de 2020 se abrió la enésima UCI de nuestro hospital, y allí fuimos trasladados un revoltijo de médicos de lo más variado en edad, carácter y especialidad profesional (en el surtido se incluían anestesistas, cirujanos o cardiólogos, como servidora), pero todos con un espíritu común. Y así comenzó una de las experiencias más especiales que he vivido hasta la fecha. A pesar de haber abandonado por completo nuestros círculos de confianza, y de habernos embarcado en una empresa ardua y llena de momentos desagradables y desafortunados, de forma no impuesta y espontánea se construyó un equipo que desbordaba generosidad, valentía, compañerismo, empatía, humildad y sinceridad, a la par que proactividad y profesionalidad. Ese deseo imperioso común de cada uno de nosotros de que nuestros pacientes se recuperaran de tan injusto ataque por este nuevo malhechor, construyó un vínculo intangible que nos sujetó a todos con tal fuerza, que ni las peores de las desgracias que acontecieron en aquellos días pudieron, ni por asomo, ni tan siquiera rasgar ese lazo mágico que habíamos creado.
Hoy yo sí que aplaudo. Hoy sí que aplaudimos en nuestra UCI, porque hoy Amparo se traslada a planta. Hoy aplaudimos, pero sólo un rato. Porque el vecino de cama de Amparo ha corrido peor suerte. Ya descansa, en esta guerra arbitraria y abusiva no ha sido posible su victoria. Pero no descansa su familia, que no lo hace desde hace casi dos meses y que probablemente no lo haga nunca. Y es que esta guerra injusta es también de soledad. De soledad para el paciente que encerrado entre paredes blancas aguarda su destino; y de soledad para la familia, que resiste desarmada en casa, suplicando un desenlace favorable.
Y hoy, de nuevo, se aplaude en España. Se aplaude por nosotros, los sanitarios, pero también por tantos otros que se enfrentan cada día a los horrores de esta contienda. Por todos esos héroes, y es que todos somos de algún modo héroes. ¿Porque acaso no es héroe quien realiza una hazaña noble o el que actúa de forma valerosa y arriesgada? ¿Y no es heroico, pues, confrontar, superar o aprovechar cada uno de los retos, adversidades u oportunidades que nos presenta la vida?
Aplaudamos, pues, por todos, por aquellos que siguen y por los que no. Por todos nosotros, héroes terrenales que luchan y lucharán contra todo aquello que decida interponerse en este viaje que es la vida.