En junio de 2021 dio inicio la presidencia española de la Red Europea de Institutos de Cultura (EUNIC), cuyo mandato pretende acentuar la dimensión iberoamericana de la cooperación cultural de la UE. Prueba de ello fue la celebración en Toledo, durante los días 11 y 12 del mismo mes, del primer encuentro de EUNIC con la Red Iberoamericana de Diplomacia Cultural (RIDCULT), creada a instancias de la SEGIB en junio de 2020, e integrada por sus 22 países miembros. Fruto del encuentro, se aprobó el “Compromiso de Toledo”, que insta a ambas regiones a impulsar acciones conjuntas, compartir experiencias y reforzar las relaciones institucionales, haciéndose eco de las Conclusiones del Consejo de la UE sobre relaciones internacionales culturales (Consejo de la UE, 2019) y de la Estrategia Iberoamericana de Cultura y Desarrollo Sostenible aprobada en la Cumbre de Andorra de 2020.
Dicho enfoque, llamado a incrementar a la presencia latinoamericana en la agenda europea —una constante de la acción exterior española—, viene ganando urgencia a la luz de los valores que comparten ambas regiones, pero que se están viendo socavados tanto por presiones externas (auge global de potencias autocráticas), como internas (fuerzas iliberales). En este sentido, la cultura, incluso arrastrando la etiqueta de un sector estratégica y presupuestariamente menor, no ha dejado de concitar un interés creciente, habida cuenta no solo del peso tangible de su influencia simbólica (como un indicador de “poder blando”), sino de su progresiva intersección con el ámbito tecnológico. No en balde, cabe hablar de un proceso de “convergencia tecnológica” toda vez que las grandes empresas digitales están acaparando la fabricación de hardware, la producción de software, la comercialización de productos culturales e incluso la gestión de la información (o desinformación) social.
Esta modulación, de inherente raigambre artístico-humanista, pero paulatino perfil tecnológico y, por ende, estratégico, queda acreditada revisando la evolución de los programas culturales de la UE, tradicionalmente distribuidos en tres ámbitos: patrimonio, diversidad intercultural e industrias creativas. Ciertamente, desde el primer programa marco (2000-2007), hasta el de Europa Creativa (2014-2020), gran parte de las preocupaciones han estado centradas, además de en promover la industria, en resolver la fragmentación de su mercado y en solventar las dificultades de financiación de un espacio en el que predominan las pymes (por no hablar de la precariedad congénita de los trabajadores culturales); esto es, en cuestiones intraeuropeas.
No obstante, en el último decenio, y muy particularmente tras la adopción de la nueva Agenda Cultural de 2018, se ha enfatizado el relieve del sector en defensa de la democracia, lucha contra las fake news, cooperación internacional y sinergias con la educación superior y la innovación tecnológica. A este respecto, la digitalización ha supuesto como en tantos otros ámbitos un revulsivo, modificando pautas de consumo y modelos de negocio, pero que aquí adquiere una dimensión singular. Y ello debido no solo a que “la relación entre tecnología, ciencia, artes y cultura se está estrechando crecientemente en la era digital” (Pasikowska-Schnaas, 2020), sino a la impronta de los productos culturales (incluyendo la información) en nuestros sistemas de hábitos y creencias, y a la amenaza de que nuestro “imaginario social” (por decirlo, con Castoriadis) quede reducido al albur de los algoritmos, esto es: automatizado y monetizado.
De ahí en gran medida que —junto al inmenso golpe que a causa de la pandemia ha sufrido un mundo expuesto al público (cierre de cines, auditorios, festivales, museos, teatros, etc.)— el Consejo de la UE resolviese aprobar a finales de 2020, un presupuesto de 2.440 millones de euros para 2021-2027 (casi 1.000 millones más que en el ciclo anterior), consignando una firme apuesta por la innovación tecnológica (e inclusiva) (Pasikowska-Schnaas, 2021). De ahí también que la Comisión Von der Leyen haya acudido a la referencia artística de una Nueva Bauhaus como símbolo de un mandato —el del Pacto Verde Europeo— que engloba sostenibilidad, estética, tecnología, diseño y biodiversidad. Y de ahí que, no menos importante, el Consejo de la UE —retomando la Agenda Cultural de 2018, además de la Comunicación conjunta de la Comisión y la Alta Representante: “Hacia una estrategia de la UE para las relaciones culturales internacionales” (Comisión Europea, 2016)—, haya invitado a sus miembros a “seguir desarrollando las redes existentes de desarrollo de conocimientos y competencias, y fomentar el intercambio entre el mundo académico y los profesionales en el ámbito de las relaciones culturales internacionales”, y a reforzar su participación “en la elaboración, aplicación, seguimiento y evaluación de las estrategias y los proyectos culturales locales comunes en terceros países”, apuntando a la contribución de EUNIC como instancia crucial (Consejo de la UE, 2019). De forma simultánea, en junio de 2019 el Servicio Europeo de Acción Exterior (SEAE) y EUNIC hicieron asimismo públicas sus líneas de acción, dirigidas a institucionalizar su alianza, diseñar y ejecutar actividades compartidas o definir una visión estratégica común. Precisamente, retomando estos puntos, ambas entidades emitieron una declaración conjunta el 11 de julio de 2021, en el citado encuentro de Toledo, comprometiéndose a progresar en dicha agenda y a presentar un primer informe de resultados en 2023 (EUNIC/SEAE, 2021).
Es en este marco en el que se inscribe el fortalecimiento de la colaboración entre la UE y América Latina en la esfera cultural. Esta dimensión, conviene recordar, está plenamente incorporada en la agenda de la cooperación regional desde el Convenio de Bariloche de 1995, a partir del que se activaron los sucesivos programas culturales: Ibermedia (gracias al cual se han estrenado más de 700 largometrajes), Ibermúsicas, Iberescena, Ibermuseos, etc. Y ha ido adquiriendo una sucesiva relevancia institucional —por medio de la Carta Cultural Iberoamericana de 2006 (inicialmente intrarregional), o la priorización del Espacio Iberoamericano de Cultura, en 2014— hasta alcanzar estatus estratégico tras la Cumbre de Andorra. Y es que en efecto, y de forma análoga a los informes de la UE, su documento de referencia apela a “promover el diálogo político en materia de cooperación cultural internacional” sobre la base conceptual de una ciudadanía democrática y una institucionalidad sólida que respalde las dimensiones económica, social y medioambiental de la cultura (SEGIB, 2020). Y en la que, igualmente, las capacidades digitales, la inclusión y la intersección con el conocimiento científico figuran como componentes críticos.
Por descontado, no cabe obviar la propensión en distintos países latinoamericanos por emplear sus mecanismos de acción cultural al servicio de sus intereses nacionales —tal y como también ocurre a menudo en Europa—, cuando menos en el caso de sus sistemas más consolidados: Argentina, Brasil, Colombia y México (Bonet, Négrier y Martín Zamorano, 2019). Y más aún en un momento de fragmentación regional, crisis de integración y ascenso del nacionalismo, en el que —con todo—, todavía se mantiene vigente el Sistema de Información Cultural del Mercosur (SICSUR) o perduran en el terreno académico (aun sacudidos por la pandemia) los esquemas de intercambio de la OEI o el propio Mercosur.
Pues bien, justamente ante tal deriva cobra mayor significación el papel que pueda cumplir la presidencia española de EUNIC, aprovechando la doble naturaleza eurolatinoamericana del país para potenciar la comunidad de valores birregionales; gestionar creativamente la presencia de los 15 cluster EUNIC en 10 países de la región (Calvano, 2019); llevar a cabo iniciativas con vocación de continuidad y alcance —como la anunciada Semana Cultural Euroamericana, para abril de 2022— y, por supuesto, hacer valer su fortaleza, experiencia y bagaje en la materia. No está de más, en este sentido, recordar el papel pionero de la AECID en la formulación de una estrategia de cultura y desarrollo en 2007; ponderar la pericia de su modelo en modalidades de cooperación horizontal, especialmente útiles en este campo; constatar la coordinación sistemática de sus principales actores: AECID, Instituto Cervantes, Acción Cultural Española (AC/E) o Fundación Carolina (MAUC, 2021); o blandir el músculo institucional suplementario que implica la articulación de Canoa: la red panhispánica para la internacionalización de la cultura en español, de la que forman parte el Centro Cultural Inca Garcilaso (Perú), el Instituto Caro y Cuervo (Colombia) y la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).
Siendo ello así, el reto no es menor, tanto más en un ecosistema cultural profundamente alterado, en plena recodificación simbólica, donde las industrias tradicionales pugnan en un entorno mucho más excéntrico y granular; en el que la producción y el consumo se ensamblan y entremezclan (dando paso a los “prosumidores culturales”) y, quizá lo más relevante, donde la alfabetización mediática afecta ya al pleno ejercicio de la ciudadanía y la garantía de los derechos fundamentales. Ante este escenario, la necesidad de una gestión ética y humanística de los datos masivos, o la misma exigencia de una regulación normativa de internet —terreno en el que, con la Digital Service Act, la UE puede volver extender el “efecto Bruselas” (Anu Bradford, 2020)—, revelan la importancia de percibir la cooperación cultural como un activo clave en favor de los principios axiológicos e institucionales eurolatinoamericanos.