Hace pocos años, la Unión Europea situó el concepto de “resiliencia” en el centro de su Estrategia Global y de Seguridad. En un mundo más complejo, disputado e interconectado, se asumía que la seguridad y el bienestar enfrentaba nuevos desafíos geopolíticos y los riesgos transnacionales de la globalización. Ello exigía fortalecer la capacidad de cada país para encajar y sobreponerse a un choque externo. Ese era un objetivo de nuestra cooperación con los países en desarrollo, menos resilientes, pero también interpelaba a una UE que se sabía vulnerable ante esos riesgos.
Hoy, la COVID-19 supone una prueba fundamental de resiliencia para las sociedades, las economías y la gobernanza en todo el mundo. Siendo una pandemia global, nadie está a salvo, menos aún con respuestas exclusivamente nacionales. Sin duda, hay distintas capacidades y responsabilidades de partida, pero sin cooperación y apoyo mutuo, su impacto puede ser aún más devastador para todos. La propia UE sufre una crisis sin precedentes, con sus sistemas de salud al límite y aprendiendo sobre la marcha cómo “aplanar la curva” del contagio, y busca como dar una respuesta mancomunada a una crisis que es, al tiempo, sanitaria, económica, social y de gobernanza. En los países menos desarrollados esta crisis se afronta con sistemas de salud más precarios, y menos margen para preservar, simultáneamente, la salud y la actividad económica, el empleo y los medios de vida. Aquí y allá, los dilemas de política de la COVID-19 son más angustiosos donde hay menos espacio fiscal, las instituciones son más frágiles y la confianza ciudadana en sus gobiernos más precaria.
Aunque en distinto grado, en América Latina todo esto está presente. La región ya iniciaba el año 2020 con un escenario adverso. Desde el fin del ciclo de las materias primas en 2014, las tasas de crecimiento han sido las más bajas de las últimas siete décadas, el empleo y el bienestar retrocedía, y aumentaba la pobreza. El Latinobarómetro registraba los peores índices de satisfacción con el funcionamiento de la democracia en los últimos veinte años. La desigualdad y las diferencias de acceso seguían siendo enormes, y la región, con el epicentro en Venezuela, enfrentaba la peor crisis migratoria de su historia reciente. También ha perdido capacidad de actuar colectivamente, al haber desmantelado parte de sus organizaciones regionales a causa de la polarización y la fragmentación política.
Con esas condiciones de partida el desafío para América Latina es titánico. Incluso con medidas drásticas de confinamiento y distancia física frente al contagio, los sistemas de salud pueden colapsar en una fase temprana de la pandemia. Al ser parte de titularidad privada, no existe acceso igualitario a los test y la atención médica de calidad. Pero los efectos más lacerantes de la desigualdad se plantean en las medidas de prevención y contención del contagio. Para quienes tienen que utilizar metro o microbuses atestados, observar lo que en México se llama “Susana distancia” no es una opción. Quienes viven al día, con ingresos muy bajos o en el sector informal, no pueden permitirse el confinamiento y la inactividad laboral durante semanas o meses. Los migrantes quedan en un limbo laboral y legal que impide sobrevivir. Y los gobiernos se encuentran sin espacio fiscal para incrementar el gasto en salud, asegurar una renta mínima a quienes son pobres o vulnerables, o sostener a las empresas, especialmente las pymes, para que puedan recuperarse tras la pandemia. Estados Unidos puede recurrir a la Fed y financiarse en su propia moneda. En la UE el Banco Central Europeo puede ampliar las opciones de financiación, y se puede recurrir a los créditos de contingencia del Mecanismo Europeo de Estabilidad, y quizás, a mutualizar deuda. Salvo el recurso al Fondo Monetario Internacional, que supone un injusto estigma financiero, nada similar existe en Latinoamérica y el Caribe. Sin respuestas adecuadas, además del elevado coste humano, hay serios riesgos políticos en la región ante el ascenso de fuerzas de ultraderecha.
La UE y sus Estados miembros están ya prestando apoyo en el ámbito sanitario, y se ha decidido reorientar de inmediato los programas de cooperación técnica y financiera con América Latina y el Caribe para responder a esta pandemia, con un total de 918 millones de euros asignados por la Comisión Europea, y otros 325 millones del Banco Europeo de Inversiones. Más allá de estos recursos, donde nuestra asociación estratégica con Latinoamérica y el Caribe puede ser más efectiva es impulsando juntos una respuesta multilateral robusta. Trabajaremos en el G20 y las instituciones financieras multilaterales para que exista más espacio fiscal para evitar el colapso sanitario, el desplome económico y una grave crisis social. Ello dependerá en gran medida del acceso urgente a la financiación externa. Si está ausente, algunos actores externos pueden ver en esta situación, de manera oportunista, una vía para utilizar la asistencia bilateral con objetivos geopolíticos. Y tampoco es el momento de las sanciones económicas generalizadas, que ya antes de la pandemia tenían un grave coste humano, y vedan el acceso a recursos externos. El FMI y el Banco Mundial ya han anunciado líneas de financiación y alivio de la deuda de los países más pobres, pero no deben olvidarse los países de renta media lastrados por un alto endeudamiento. Hay precedentes: en la crisis de 2008 el G20 actuó con resolución y, a instancias de ese foro, el FMI multiplicó por cuatro su capital. Hoy las necesidades son mayores y se deben considerar todas las opciones existentes para movilizar más recursos.
Este es el mayor shock a la economía global desde la Segunda Guerra Mundial. Una respuesta eficaz necesitara movilizar la acción colectiva internacional. La UE y América Latina y el Caribe —una asociación de 61 países— han de aunar esfuerzos de nuevo. Es en momentos de crisis agudas cuando se ponen a prueba los vínculos entre países amigos. Y esta crisis nos ha vuelto a recordar que nuestra resiliencia depende también de la cooperación internacional. De esta crisis, solo saldremos unidos.
Alto Representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad. Vicepresidente de la Comisión Europea