Diálogos con América Latina

“Lengua y cultura en español: retos para su internacionalización»

“Lengua y cultura en español: retos para su internacionalización»

Lugar y fecha de celebración:

Casa de América, Madrid, 11 de abril de 2019

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El 11 de abril de 2019 tuvo lugar la quinta sesión del ciclo de seminarios “Diálogos con América Latina”, que organiza la Fundación Carolina junto con Casa de América. La reunión se centró en el tema: “Lengua y cultura en español: retos para su internacionalización” y contó con la participación de la profesora, poeta y novelista colombiana, Piedad Bonnett; del escritor y traductor mexicano, Juan Villoro, quien también fue agregado cultural de su país en Berlín Oriental; y del poeta y catedrático de Lengua española de la Universidad de Granada, Luis García Montero, director del Instituto Cervantes. El diálogo fue conducido por Juan Pablo de Laiglesia, secretario de Estado de Cooperación Internacional y para Iberoamérica y el Caribe (SECIPIC).

Panorama de situación

En su intervención inicial, Juan Pablo de Laiglesia subrayó la trascendencia de la diplomacia cultural, en un contexto conceptual cada vez más adjetivado, de diplomacias verdes, blandas, científicas, etc. De acuerdo con su visión, la política exterior recurre crecientemente a la cultura como un vector fundamental de su acción, según demuestran desde hace años países como Francia y Reino Unido. En esta línea, por razones de patrimonio, creatividad y, ante todo, por la magnitud del idioma, América Latina y España disponen de los elementos precisos para conferir a la acción cultural exterior de un protagonismo estratégico superior.

En el análisis del caso español, Juan Pablo de Laiglesia recordó que el país dispone de una sólida arquitectura, con un conjunto de actores que, desde el punto de vista oficial, condensan el grueso de su diplomacia cultural. En esta labor se sitúa el Instituto Cervantes —cuya actividad se extiende por 87 centros en 44 países—, la actividad de la AECID y su red de centros culturales —que cubre la práctica totalidad de los países latinoamericanos—, los programas de proyección e intercambio artístico de AC/E o el trabajo de la Fundación Carolina, más centrado en cuestiones de cooperación académica y científica. No obstante, si se toma la lengua española como punta de lanza de la acción cultural, se hace indispensable entender este activo en términos de patrimonio común de los hispanohablantes. De ahí que el futuro de la lengua y de la cultura en español tan solo pueda tratarse desde la colaboración de todos cuantos forman parte de esta comunidad lingüística: un espacio que agrupa, de forma muy cohesionada y homogénea, a más de 550 millones de personas, y cuyo creciente interés queda reflejado en los 21 millones de estudiantes de español que se contabilizan a principios de 2019 en todo el mundo.

Bajo este enfoque, debe insistirse en la condición compartida del idioma. Hay iniciativas en marcha que están fortaleciendo esta perspectiva, como los diccionarios panhispánicos coordinados por las asociaciones iberoamericanas de la lengua o los servicios internacionales de evaluación. A ello se suma la actividad espontánea pero conjunta que ejercen las sociedades, la universidad, los literatos o el personal científico de la comunidad hispanohablante. En consecuencia, el panorama resulta en principio muy favorable para la promoción del español, aunque al tiempo —señaló el secretario de Estado— se vislumbran riesgos a corto y medio plazo. El primero consiste en las previsiones demográficas: las tendencias predicen una reducción del número de hispanohablantes en pocas décadas. Además, la digitalización obliga a que el español haya de rivalizar con el resto de las lenguas, en un entorno tecnológico muy competitivo, que tiene unos códigos y patrones de difusión a los que hay que adaptarse con astucia. En tercer lugar, el idioma se encuentra ante el desafío del renacer nacionalista y de los efectos adversos que provocan gestos como los de la administración estadounidense, que tilda al español de “lengua de pobres”, cuando en su país hay más de 55 millones de hispanos. Por último, no cabe olvidar que la comunidad iberoamericana no cuenta con un instrumento de promoción internacional que rebase el marco de las políticas nacionales e integre medidas acordadas por todos sus miembros.

El balance del CILE

Estas problemáticas, justamente, se discutieron en la VIII Conferencia Internacional de la Lengua (CILE) que tuvo lugar en Córdoba, Argentina, entre el 27 y el 30 de marzo, con el lema: “América y el futuro del español. Cultura, educación, tecnología y emprendimiento”. El propio título da cuenta de la amplitud de avenidas por las que puede transitar el español y a sus contenidos y conclusiones se refirió Luis García Montero. El director del Instituto Cervantes hizo alusión, previamente, al excelente estado de las relaciones culturales entre los distintos países latinoamericanos y España, que transcurren desde hace tiempo de manera muy natural y fluida. En este sentido, apuntó al buen hacer con el que se han ido encauzando los vínculos, desde una mirada abierta, plural y policéntrica, en sintonía con la divisa de la revista, La estafeta del viento: “la poesía es la capital de un idioma sin centros”. Ciertamente, hubo un cambio en la política lingüística, impulsado por la RAE y que experimentaron las academias hace años, orientado a que las gramáticas y los diccionarios se articulasen a partir de un acuerdo panhispánico, con presencia en igualdad de condiciones de todas las entidades. Esto supuso la consolidación institucional del hecho de que no hay una región o país donde pueda afirmase que el español se hable mejor que en otras, y de que, a la hora de defender un patrimonio común, nadie puede atribuirse la preeminencia para dictar normas a los demás.

Gracias al bagaje acumulado, reuniones como la de Córdoba dan resultados muy positivos. Así, durante el CILE se creó una dinámica de debate en la que se dio voz a múltiples sensibilidades, tratando con libertad de todos los problemas y matices que comporta el uso de la lengua: desde la interacción con el feminismo o la relación del español con las lenguas indígenas, hasta la oportunidad de lanzar proyectos de futuro. Centrándose en estos, Luis García Montero destacó la próxima puesta en marcha de un centro Cervantes en Los Ángeles, de enorme potencial en tanto California constituye un referente de clara tradición hispánica, a la vanguardia global de la cultura, el cine y la tecnología. A su vez, recalcó la envergadura de un proyecto en ciernes: la red Canoa[1], cuya importancia radica en que —sin menoscabar los datos cuantitativos— plantea la reivindicación del prestigio de la identidad cultural panhispánica. La propuesta cobra pleno sentido en la medida que Iberoamérica ha creado espacios de convivencia social en libertad e igualdad; de este modo —y con absoluto respeto a las singularidades— la comunidad panhispánica puede presentar iniciativas culturales fundadas en su memoria colectiva, de neto carácter democrático. El proyecto Canoa encuentra sus precedentes en la coordinación en la que ya trabajan el Instituto Cervantes, la UNAM, el Instituto Caro y Cuero y la casa del Inca Garcilaso. De lo que se trata en adelante es de ensanchar institucionalmente esta labor contando con una herramienta de afirmación que pueda presentarse unida en Asia, en África y en las nuevas realidades internacionales.

Las relaciones culturales entre América Latina y España

Abundando sobre las relaciones culturales, Piedad Bonnett contrastó la situación de 2019 con la de 1991, cuando —al margen de las instituciones— los vínculos resultaban muy débiles, pese a la estela del boom literario. De ese desinterés recíproco, en el que a los españoles no les interesaba leer a los latinoamericanos, y viceversa, se ha pasado a un intercambio muy enérgico, vital, donde el dinamismo se ha incrementado porque los escritores viajan más, consolidando circuitos en los que se favorece el conocimiento mutuo. Más importante aún ha sido el papel que han jugado las editoriales. Desde el punto de vista de la industria del libro ha habido una proliferación de pequeñas editoriales a ambos lados del Atlántico, que descubren nuevos nombres que los grandes sellos captan rápidamente, más aún cuando han dejado de compartimentar a los escritores por nacionalidades.

Además, las pequeñas publicaciones circulan por nuevas vías alternativas, generando un efecto multiplicador y desde esta óptica resulta inevitable señalar la influencia que han adquirido internet. Hace 50 años, en Los pasos perdidos, Alejo Carpentier narraba cómo en América Latina coexistían distintas épocas en un mismo país. Así, en las capitales se vivía en el presente, pero en las ciudades intermedias se retrocedía al siglo XIX mientras que en las regiones más periféricas, donde no llegaba el Estado, la sensación era la de encontrarse en tiempos inmemoriales. Pues bien, las tecnologías han modificado rotundamente este relato, penetrando hasta los territorios más remotos, acompañadas simultáneamente de la cultura postmoderna. Y es que la postmodernidad tiene mucho que ver con el replanteamiento del lenguaje puesto que relativiza la noción de centro. En la actualidad impera una hiper-culturalidad, que ha roto con los cánones y las jerarquías, aun cuando perduren componentes institucionales que enmarcan los límites, pero incluso esos límites se encuentran permanentemente permeados. Se vive, pues, en una especie de caos muy vivificante, un movimiento desbordante de la lengua, de gran interés, no exento de riesgos, toda vez que la tecnología es capaz de erosionar los componentes nucleares de una lengua.

Asimismo, el escritor Juan Villoro dedicó parte de su intervención a revisitar la relación, muy ágil y prolífica, entre América Latina y España, subrayando la fertilidad de las sucesivas impregnaciones que el español ha recibido de múltiples regiones y focos de creación. El ejemplo de la historia entre México y España así lo acredita: el exilio y la llegada de numerosos intelectuales, científicos o pedagogos en los años treinta y cuarenta cambiaron al país para siempre. La España de México, la de Luis Cernuda, León Felipe, Pedro Garfias, Manuel Altolaguirre, la de la editorial Joaquín Mortiz —dirigida por Joaquín Diez-Canedo, que transformó el medio—, forma parte de la tradición mexicana. Ricardo Cayuela, director de la editorial Random House Mondadori en México y bisnieto de Lluís Compayns, interpreta la imbricación en estos términos: “ser descendiente del exilio español no es una forma de ser español, es una forma de ser mexicano”. El exilio se convirtió en una impronta que México asumió como una de las mezclas culturales que definen al país, al margen del efecto sociopolítico que décadas después tuvo asimismo la transición española.

En todo caso, sin abandonar el plano lingüístico, es necesario precisar que las impregnaciones no implican diferencias de grado entre la comunidad hispanohablante. Pese a las fantasías de la diversidad, la distancia que se aprecia entre el habla de un gallego y el de un latinoamericano es menor que la que se da entre el alemán de un berlinés y el bávaro. La impresión de extrañeza que en el seno de una familia latinoamericana con ascendencia española pueda producir que a un mismo color se le denomine de tres maneras —marrón, café o atabacado— queda mitigada por cuanto, por más variedades que se detecten, subsiste un sedimento común de entendimiento. Lo significativo es que las particularidades no operan como obstáculos sino como elementos enriquecedores de la lengua. Hace algunas décadas en España, las películas infantiles llegaban dobladas desde México y quienes las vieron tuvieron oportunidad de percibir ciertos regionalismos, al igual que un mexicano puede apreciar el giro madrileño en Ramón Gómez de la Serna, el catalanismo de Josep Pla o el signo gallego en Álvaro Cunqueiro. No obstante, a menudo las diferencias asustan y también perduran pulsiones patrimonialistas, aspecto que se advierte en el ámbito de la traducción. No tiene sentido que novelas estadounidenses que se ubican en México y narran tramas de narcotráfico con sicarios y patrullas fronterizas, se traduzcan en castellano. Este ejercicio equivale a imaginar que un mexicano traduzca una novela en inglés sobre la guerra civil con modismos regionales. Por fortuna, el patrimonialismo va quedando atrás. Es revelador lo que ocurrió en octubre de 2018, con la película Roma, de Alfonso Cuarón. La plataforma digital que estrenó el largometraje mexicano introdujo subtítulos en castellano, de modo que cuando un personaje decía, por ejemplo: “ustedes, vengan”, se leía: “vosotros, venid”. En este dislate de traducir los modismos mexicanos, España no tuvo responsabilidad alguna y, es más, se armó tal escándalo que de inmediato la plataforma hubo de eliminar los subtítulos.

Así, se está dando paso a la imperfección híbrida de una lengua que está en transformación continua, que nunca se ajusta a la realidad y que, según Villoro, no debería llamarse lengua española sino lengua hispanoamericana. A lo largo de 200 años, el idioma se ha ido trabajando por muchos países y ha incorporado expresiones de infinitud de lugares. Ahora bien, en el ajuste de la lengua han de estar implicados todos los hablantes y esto solo se puede hacer por medio de la costumbre. No cabe cambiar la lengua por decreto, o por una normatividad estricta. Resulta inevitable que los gramáticos pretendan fijar la lengua y no es casualidad que la aparición de los primeros diccionarios y gramáticas, como la de Nebrija, coincidan con los viajes del renacimiento. Sin embargo, también hay ejemplos que preservan el uso vivo de la lengua, como demuestra el diccionario de María Moliner, donde su español era el que hablaba la gente y lo comprendía cualquiera de sus usuarios. Este diccionario se ha convertido en el mejor modelo de cómo lidiar con el idioma, de cómo entender la lengua como un organismo vivo. Debe reconocerse que en los últimos años las academias están tomando decisiones acertadas hasta el punto de que, durante el CILE, la Academia mexicana sugirió que se aprobase la palabra españolismo. En suma, el idioma encuentra su riqueza en su diversidad, que siempre es comprensible y en ocasiones gozosamente incomprensible, lo que evoca el humor de Cantinflas, que México legó al mundo, y que consiste en decir cosas que no se entienden. El cantinflismo remite a lo que se comunica casi sin sentido, porque incluso aquello que nace de manera enrevesada, para no comprenderse, tiene una forma de ser entendido por todos.

Lenguas, indigenismo y política

Con respecto a la naturaleza dúctil de la lengua se abrieron dos temas con connotaciones políticas: la articulación del fomento del español con la protección de las lenguas indígenas y la defensa del idioma ante usos coactivos. Con relación al primer aspecto, el director del Instituto Cervantes recordó que no hay civilización inocente y que cuando se produjeron los procesos de independencia, solo un 20% de los latinoamericanos hablaban español. Sin necesidad de caer en maniqueísmos, la responsabilidad de las burguesías criollas resultó innegable, aunque —por otro lado— la preservación de las lenguas originarias fue asimismo fruto de la estrategia de las misiones evangelizadoras, para trasladar su mensaje con mayor eficacia.

Con todo, más que exigir cuentas de lo que aconteció hace siglos, es preciso actuar sobre el presente. En México se hablan más de 60 lenguas, pero ninguna es oficial y están en peligro de desaparecer si no se toman medidas oportunas. Igualmente, en Colombia perviven 68 lenguas indígenas pero que tan solo engloban a 400.000 hablantes. Ciertamente, gracias a la Constitución de 1991 se les dio visibilidad; no obstante, se trata de una batalla compleja puesto que solo una minoría —las habladas por entre 10.000 y 100.000 personas— podrán subsistir. Dicho de otra forma: solo en la medida que un pueblo indígena esté vivo, su lenguaje no peligra. En paralelo, tal y como indicó Piedad Bonnett, en ocasiones se manifiesta un menosprecio hacia los modismos indigenistas. En el caso colombiano, por influencia del quechua, hay multitud de palabras que incorporan la letra “ch”: chirriadísimo, chusquísimo, etc. Sin embargo, gradualmente, los prejuicios y discriminaciones han ido cediendo al reconocimiento en positivo de las diferencias, en parte debido a la subversión entre el centro y la periferia, es decir, al advenimiento de una cultura contemporánea que mira el mundo de una forma heterogénea, plural.

Lo dicho no impide que la lengua y la cultura en español no corran el riesgo de abandonarse a la deriva que imponen las tecnologías y la industria del entretenimiento. En Colombia, al igual que en otras partes del mundo, el gobierno tiende a ligar la promoción cultural con el impulso al turismo, al sector audiovisual y a internet, olvidando la capacidad revolucionaria que siempre hay en el arte libre, al margen de sus dependencias económicas. Sin duda, la cultura ya se ha adaptado a internet; ahora bien, de acuerdo con Luis García Montero tampoco debe caerse en una devoción servil hacia una tecnología entregada a las innovaciones de las máquinas, que pueden acabar determinando los precios comerciales y el manejo del lenguaje. La base continúa estando en la educación y la cultura. Resulta en esta línea imprescindible potenciar el conocimiento científico y tecnológico en español, fortaleciendo en las universidades criterios de baremación iberoamericanos que fluyan con la misma naturalidad que en el terreno cultural. A su vez, al ponderar el valor de la cultura, en lugar de entenderla como un ámbito de entretenimiento consumista, hay que retomar su dimensión de conocimiento crítico, así como de desarrollo de la imaginación moral.

Pero las amenazas no solo provienen de la tecnología: el auge de la “postverdad” y la desinformación ilustra cómo las alteraciones del lenguaje maquillan y adulteran la realidad. Hay una tentación de reordenar las transformaciones geo-culturales desde unas estructuras mentales limitantes, y no cabe perder de vista que todos los sistemas de opresión han comenzado por rebautizar el significado de las palabras. Por ello, los hispanohablantes han de ver la lengua como un sistema de alarma ante los abusos que puedan cometerse en su nombre. Frente a un uso opresor, el uso liberador de la palabra sirve para esclarecer, además de para imaginar lo diferente; también para desmasculinizar el lenguaje o redescubrir el alcance de términos como “matria”, frente a la “patria”. Desde el Sur cabe reivindicar una lengua y una cultura en español alineada con la defensa de los valores y la dignidad humana. Y si es cierto que la lengua es poder, este puede emplearse en clave democrática, interpelando a los gobiernos a que incrementen su inversión en cultura y a que defiendan la libertad de expresión en el marco de la convivencia cívica. El desafío consiste en proyectar ante el mundo el patrimonio de lo panhispánico, en su respeto a las singularidades, como una propuesta democrática y humanista —ligada a la creatividad y al pensamiento abierto—, mientras se fortalece un orden de comunidad propio sin malentendidos.

Relatoría redactada por José Andrés Fernández Leost

Fundación Carolina

[1] Ver https://www.cervantes.es/sobre_instituto_cervantes/prensa/2019/noticias/presentacion-CANOA.htm.

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