La próxima Cumbre de Veracruz constituye indudablemente una cita de gran trascendencia, quizá mayor que las anteriores, y ello debido al proceso de renovación que está experimentando el sistema de cooperación iberoamericano. Estamos en un momento que viene determinado por la emergencia económica de gran parte de sus países, la consolidación democrática, el notable descenso de la pobreza y el surgimiento de unas clases medias que aspiran a mejorar –o al menos a mantener– su estatus. Dichos factores han redefinido la percepción geoestratégica de Iberoamérica, cada vez más atractiva para los mercados asiáticos, y han generado la apertura de nuevos circuitos financieros, culturales, migratorios y tecnológicos.
En este escenario, el principio según el cual la riqueza de un país radica en la inversión en capital humano, ligado a las demandas formativas de las clases medias, hacen especialmente oportunas las cuestiones –de cariz educativo y cultural– que se abordarán en la Cumbre de Veracruz. El concepto de innovación introducido dota al encuentro de un acento emprendedor que desborda los tradicionales planteamientos pedagógicos y cognitivos, obviamente imprescindibles. Y es que en las economías del siglo XXI la innovación se ha convertido en el principal motor del crecimiento y en el puntal de la competitividad. Ello explica el empeño sostenido de China, EE.UU. y la UE, pese a las limitaciones de la crisis, volcado sobre la I+D y sobre todo, la rotunda apuesta del sector privado por invertir en conocimiento y tecnología como fuente de valor agregado y garantía de retorno económico. Más allá del debate que enfrenta a los “keynesianos de la innovación” frente a quienes reclaman mayores incentivos para las empresas, la potencialidad del asunto anida en la internacionalización del comercio: es a través de él como se encauza la transferencia de conocimientos, se multiplica la difusión tecnológica y se maximizan los beneficios, no sólo en clave económica, sino también en términos creativos, sociales y de bienestar. Baste pensar en las ventajas sanitarias que comporta la biotecnología aplicada o calibrar el impacto en la industria cultural de la revolución de las telecomunicaciones. Por supuesto, la rentabilidad de la innovación ha propiciado que ciertos gobiernos desarrollen prácticas fraudulentas (infringiendo derechos de propiedad intelectual) o intervencionistas (imponiendo condiciones proteccionistas a empresas extranjeras) encaminadas a lograr réditos a corto plazo, a costa de saltarse el paso más arduo y decisivo: alcanzar la generación propia de conocimiento.
En este punto es donde se aprecia la importancia de los promotores de la ciencia: las universidades y los centros de investigación. En el denominado triángulo del conocimiento, donde confluyen los esfuerzos de los gobiernos, las empresas y las instituciones académicas, a estas últimas les corresponde la labor crucial de producir y validar los avances científicos que conducen a la introducción de nuevos dispositivos o aplicaciones en el mercado: un proceso que a menudo conlleva el “efecto multiplicador” que los usuarios les otorgan, democratizando la innovación. Al igual que en el terreno empresarial, la financiación pública de la I+D es objeto de un debate al que se superpone el de la presencia de las corporaciones privadas en la construcción del conocimiento. No obstante, sin restarle relevancia al mismo, el foco de la cuestión ha sido desplazado por el de las oportunidades que, de nuevo, abre la internacionalización.
No parece casual que las mejores universidades iberoamericanas, de acuerdo con el último ranking QS, se encuentren en los países que mayor inversión extranjera reciben: Argentina, Brasil, Chile, Colombia, México y Perú. Tampoco parece serlo el hincapié que, en paralelo, están poniendo sus gobiernos en programas de intercambio exterior, entre los que destacan los activados por Brasil y Ecuador, o la Plataforma de Movilidad Académica de la Alianza del Pacífico, una especie de Erasmus intra-regional: precisamente la implantación de un Erasmus ampliado a toda Iberoamérica constituye uno de los puntos fuertes de la agenda de Veracruz. Cabe subrayar que este modelo no solo sirvió en Europa para fortalecer la conciencia de ciudadanía, también favoreció la articulación de un espacio científico compartido e, igualmente importante, impulsó la circulación laboral comunitaria. Así, la movilidad universitaria –en la que por cierto es habitual que los agentes públicos y privados sumen fuerzas– es al ámbito académico-científico lo que la transferencia tecnológica al ámbito empresarial, un vector que repercute en positivo sobre la innovación, la prosperidad y los niveles de empleabilidad en nuestras sociedades de conocimiento.
23 años después de la inauguración del sistema de Cumbres, en el que España jugó un papel nodal en el contexto de expansión de su acción exterior, nuestro país tiene la obligación de contribuir a su actualización en un mundo transformado, aportando ideas frescas –orientadas a intensificar la redes transatlánticas de talentos y premiar la creatividad y el emprendimiento–, así como su experiencia mediadora de nación europea. Retomando el horizonte de Veracruz, una de las tareas ineludibles pasa desde luego por aprovechar nuestro gran valor económico –el español– para afianzarlo ya no como activo cultural (fuera de duda) sino como vehículo de comunicación científico-técnica y, por ende, del comercio internacional. Es nuestra innovación pendiente.[/testimonial]
Jesús Andreu
Artículo publicado en Revista Uno (Llorente y Cuenca) el 21 de noviembre de 2014
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