“¿Quién manda aquí?” “¿Cómo hemos llegado a esto?” “¿Qué está pasando?” Estos interrogantes, coincidentes con títulos de publicaciones y artículos de prensa actuales, ponen en evidencia que vivimos tiempos de cambio, que requieren nuevas interpretaciones. Latinoamérica comparte con España muchas de estas realidades cambiantes, aun con especificidades y rasgos propios.
En primer lugar, nuestras democracias deben hacer frente al enigma en que se ha convertido el ciudadano-elector. Hasta hace poco, las reglas de la confrontación política en democracia eran bastante claras, con partidos políticos estables que presentaban opciones de gobierno sobre el binomio izquierda/derecha. Ahora, sin embargo, han aparecido nuevas alternativas de voto para el ciudadano: por ejemplo, una división entre cosmopolitas -o favorables a la globalización- frente a nacionalistas, lo que explicaría por qué sectores sociales que tradicionalmente votaban a partidos de izquierda, optan hoy por líderes de discurso proteccionista, típicamente defendido en el pasado por candidatos situados más a la derecha del espectro político.
En América Latina han aparecido políticos outsiders, como consecuencia de que el ciudadano culpe al sistema político establecido de no proveer determinados bienes públicos básicos (especialmente seguridad), y de tener una conducta inmoral reflejada, fundamentalmente, en la corrupción. Eso lo inclina a premiar a políticos neófitos, que se presentan sin la carga del pasado.
Ante la dificultad de predecir cuál será la prioridad del elector, los partidos y líderes que aún se colocan sobre el binomio izquierda/derecha, tienen el dilema de decidir hasta qué punto pueden o deben adaptar sus programas políticos sin perder su identidad.
Por otro lado, nos encontramos ante un cuestionamiento generalizado del Estado democrático de derecho de corte liberal. Diversas encuestas y análisis de opinión ponen de manifiesto una erosión del respaldo a la democracia como forma de gobierno: según el Latinobarómetro, este apoyo ha registrado un descenso continuado durante siete años consecutivos, cayendo hasta el 48% en 2018, mientras que el porcentaje de quienes se declaran indiferentes a que haya un régimen democrático se ha elevado hasta un 28%. No obstante, sólo un 15% de la población considera preferible un gobierno autoritario, y es precisamente en Venezuela, donde se registra el mayor porcentaje de apoyo a la democracia de la región (75%), mientras que en Nicaragua, este apoyo ha subido 11 puntos porcentuales entre 2017 y 2018, hasta situarse en el 51%.
Más preocupante resulta que los datos de las encuestas muestren cómo las clases medias, cuya emergencia es considerada con justicia uno de los grandes éxitos del desarrollo económico de los últimos años, comparten ese creciente escepticismo respecto a la democracia. Todo parece indicar que, aunque en el plano normativo la democracia es lo más valorado, en el plano práctico la provisión de determinados bienes públicos tiene prioridad. Dicho de otra manera, los ciudadanos parecen apreciar cada vez más la “legitimidad de gestión” que la “legitimidad de origen”.
Una tercera realidad cambiante viene de la mano de la irrupción en la vida política de las redes sociales y de lo que se ha denominado “pos-verdad”. Su principal consecuencia, además del riesgo de interferencias extranjeras (algo que conocemos bien en España en relación con Cataluña) y de una mayor polarización del debate político, es esta pos-verdad: una indiferencia a la contradicción entre lo afirmado y los datos objetivos. Hasta ahora, las fuerzas políticas aportaban distintas interpretaciones y soluciones, siempre sobre la base de un mismo universo compartido, es decir, mediante un respeto básico a los hechos, a los datos. Hoy los datos son irrelevantes. Esto se ha podido comprobar en Cataluña en los últimos tiempos, en donde los líderes independentistas mantienen afirmaciones reiteradamente contradichas por declaraciones de líderes europeos o simplemente por los datos cuantitativos, sin que esa contradicción haya modificado su relato.
Este fenómeno se ve también, por ejemplo, en Nicaragua, donde el Gobierno niega las cifras de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos sobre los hechos de violencia de los últimos meses, sin permitir una labor independiente de contraste de datos y llegando incluso a expulsar a los organismos internacionales que emiten informes que contradicen su “verdad oficial”. También en Venezuela, en donde el gobierno de Nicolás Maduro culpa una y otra vez de la calamitosa situación económica a supuestas conspiraciones internacionales, sin admitir la gravedad de la crisis humanitaria e incluso negando el éxodo masivo de millones de venezolanos.
La catedrática de Ética Victoria Camps, señala que “mentir ha dejado de ser reprobable”: nada más cierto en un mundo en el que las redes sociales ofrecen informaciones no contrastadas y determinados líderes y organizaciones políticas se reafirman en relatos indiferentes a la contradicción con los datos y hechos. En este contexto, se hace más necesario que nunca el valor tradicional del periodismo independiente y riguroso, así como la necesidad de contar con ciudadanos capaces de aprovechar todo lo positivo que ofrecen las redes sociales -su inmediatez, el aporte de puntos de vista alternativos- pero que sepan desconfiar ante la manipulación y tenga capacidad de remitirse a fuentes veraces.
Un estudio publicado en 2016 por la Asociación Internacional para la Evaluación del Rendimiento Educativo señaló cómo aproximadamente la mitad de los estudiantes de Chile, Colombia, México, Perú y República Dominicana no tenían conocimiento específico ni comprensión sobre las instituciones, sistemas y conceptos cívicos o de la ciudadanía. Ante los retos de este nuevo tiempo, es prioritaria la construcción de una ciudadanía formada, reflexiva, habituada a cuestionar y a indagar. Y eso requiere de medios de comunicación que la apoyen, y un refuerzo de nuestros sistemas educativos, de la educación cívica y la formación de ciudadanos.